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Era un niño tímido y buenecico. No tenía casi amigos. Con ocho años nació mi hermana pequeña. Esa fecha marcó una nueva etapa de mi vida.
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Desde entonces ya nadie me acompañó al colegio, ni me fue a buscar, hacía recados y gestiones totalmente solo.
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Era lo normal en la época.
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Mi madre se reía de mí y me decía que estaba enmadrado.
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Recuerdo mi infancia en blanco y negro, con noches invernales en las que encendíamos una tenue luz y alrededor de ella se ponía mi tía Concha a coser, a pesar de su hemiplejía, y yo a hacer los deberes.
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Cuando ya terminaba mis tareas, solo la luz de la radio iluminaba levemente la cocina.
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Nos poníamos a su alrededor y la mirábamos mientras se oía el rosario o el parte.
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Era una vida oscura. Mi madre, Clarita, nos acostaba muy pronto.
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El colegio era una pesadilla para mí. No había nada que odiara más.
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Los profesores y los curas usaban como técnica de dominación el terror a base de hostia limpia. Si te movías, o no te sabías algo o te pillaban despistado había consecuencias físicas.
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Lo más habitual era el bofetón. También, de manera más ceremonial, el puntero. Un instrumento de tortura que tenía una curiosa forma. Por un lado era puntiaguda y por el otro tenía forma de porra. Con eso te golpeaban en la mano. El coscorrón era muy común. Algún profesor usaba el tirón de patillas.
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Era raro el día que no te llevabas algún recuerdo a casa.
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Cuando hacía tercera de primaria, con siete años, tenía un profesor muy chulito que se llamaba Cisneros. Yo le caía mal y él a mí, lógicamente. Se formó una fila de los que habíamos cometido más de tres faltas en el dictado.
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Íbamos a recibir nuestro castigo con el puntero. Por cada falta se recibía un punterazo en la mano. Podías elegirla.
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Me llegó el turno. Presentí que el golpe iba a ser intenso e instintivamente aparté la mano. El puntero dio sobre la mesa del profesor y se rompió, lo cual corroboraba mis temores, pero complicaba la situación.
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El profesor Cisneros envió a uno de los enchufados a buscar otro puntero. La tensión era tremenda y mi temor mayúsculo. El rabia no ocultaba su rabia.
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En muy pocos minutos llegó el emisario con un puntero reluciente.
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Cisneros me sujetó la mano izquierda dispuesto a infligir el castigo. Los que esperaban detrás de mi estaban tan acojonados como yo.
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Cuando el palo caía realicé un rápido movimiento zafándome de su mano y de nuevo se rompió.
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Había sido de nuevo mi instinto de conservación.
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Fue hacia un armario cogió una percha de madera y comenzó a darme sin control en la mano mientras estrujaba mi muñeca. La mano quedó muy dolorida y francamente inflamada. Ya no dejé de llorar el resto de la mañana.
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Al final Cisneros me miró despiadadamente y me dijo:
– Si no te callas te llevas una somanta de bofetones.
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Lógicamente paré de lloriquear.
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Esta debilidad era muy mal vista por los compañeros. No encontré solidaridad. Muy al contrario algún reproche por no aceptar las normas y bastantes burlas por mis lloros.
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Este mundo escolar era muy duro para mí. Lo detestaba profundamente.
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No me gustaba estudiar y mis notas eran mediocres. Aprobaba y poco más.
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Todos los días había que realizar una ingente cantidad de deberes. La ruleta era un ejercicio con números con los que había que realizar operaciones.
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También te mandaban análisis sintácticos y buscar palabras en el diccionario. Copiar lecciones y redacciones.
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Pasados los años destaqué en eso de redactar y participé en algún concurso escolar. Pero en esos años también lo detestaba.
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La que me ayudaba habitualmente era mi tía Concha, sobre todo con la gramática.
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Mi padre algún fin de semana me hacía alguna redacción, que se notaba a la legua que yo no había escrito.
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Tenía tres cines cercanos a mi casa. El del Colegio de los Escolapios con sesiones sábados y domingos a precios muy reducidos. El cine Monumental en la entonces calle General Franco, especializado en películas de romanos.
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Recuerdo muy bien esta sala. Con asientos de madera su suelo estaba recubierto de peladuras de pipas. Nunca se limpiaba.
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Todo el mundo comía pipas. Cuando terminaba la peli te sacudías de tu espalda las cáscaras que había escupido el de atrás.
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Existía el rumor que corrían ratas por esos suelos. Yo nunca las vi.
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El cine Victoria, aunque de reestreno, era de más categoría.
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También estaba a mi alcance el Cine Fuenclara, que luego fue reformado y pasó a llamarse Arlequín. Al lado había unos futbolines. Entre un sitio y otro echabas la tarde. También muy próximo había un club de ajedrez al que acudía ocasionalmente. Nadie quería jugar conmigo porque todos me ganaban. Era muy malo. Mi padre me enseñó mover las piezas y nada más.
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Cuando tuve más edad ya visitaba los cines del Paseo Independencia, pero de muy niño me parecía un sitio lejano desde la calle Predicadores.
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La mayoría de las veces iba solo. En el cine del colegio siempre te encontrabas con compañeros y te sentabas junto a ellos, para luego caminar sin rumbo hasta que terminabas llegando a casa.
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Pero a los demás cines solía ir solo. No me importaba. Iba a mi aire. Me gustaba medir el tiempo que tardaba de un sitio a otro.
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A Clarita no le gustaba que jugara en la calle. Me veía obligado que inventar escusas para salir, como que tenía que ensayar en el coro del colegio.
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Es cierto que hice una prueba para el coro y no me cogieron, cantaba muy mal. En casa dije que me habían seleccionado, lo cual me permitía decir que había ensayo y poder disponer de tiempo en la calle sin dar más explicaciones.
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Creo que mi madre nunca se lo creyó.
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Una actividad también clandestina era cambiar tebeos en La Angelita, que tenía que ocultar debajo del abrigo, porque mi madre lo tenía totalmente prohibido, porque por ese sistema se contagiaba la tuberculosis.
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En casa los tebeos eran camuflados dentro de los libros para poder ser leídos.
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Una amigo me regaló una caja rota de zapatos con gusanos de seda. Había unas moreras en la rivera del Ebro. Allí acudía todas las tardes después del colegio y metía un buen puñado de hojas en la cartera, sin orden ni concierto.
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Tiraba las hojas sobre los gusanos y éstos las devoraban con avidez. No limpiaba nunca la caja. Los gusanos habitaban sobre un lecho de restos de hojas secas y se criaban super gordos.
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Me encantaba el proceso de la metamorfosis. Guardaba la caja de un año para otro.
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La cantidad de gusanos que salía era ingente. Un amigo me dijo que vender gusanos estaba prohibido. Cuando comerciaba con ellos tenía la sensación de que estaba realizando algo clandestino. No era venta, era tráfico de gusanos.
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Me gustaba imaginarme como un fuera de la ley.
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Cuando eran pequeños los vendía a cinco céntimos, pero si estaban gordos llegué a obtener hasta 50 céntimos. Estos ingresos me permitían una vida de lujos, o sea tebeos y cine.
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Los gusanos los llevaba en un cucurucho de papel de periódico o en los bolsillos. Los vendía en el recreo, en la puerta del cole y sobre todo en los porches del mercado. Había abuelas que los compraban para sus nietos, como un regalo especial.
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Mi vida sufrió un vuelco con la llegada de la tele en casa.
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Comprada a plazos, como todo, supuso algo extraordinario. Me lo veía todo. La hípica, el tenis, el rugbi, los toros, y por supuesto las películas. Me gustaban todas. Conocí a Tarzán, a Fred Astaire y Ginger Rogers, a Gene Kelly, a Rock Hudson y Doris Day…
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Entonces no había directores. Eran los actores los que hacían las películas.
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En los recreos comentábamos la película del día anterior. La mayoría opinaban que los musicales o las comedias románticas eran un tostón, como se decía entonces, a mí me encantaban, pero me lo callaba para encajar.
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Recuerdo con mucha nostalgia a los Chipiritifláuticos, con Valentina, Locomotoro (mi preferido y el de todos), el Capitán Tan Tan y el Tío Aquiles. Aún canto sus canciones y los seguí hasta los 15 o 16 años.
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A veces cambiaba tebeos con los vecinos del piso de arriba Ricardo y Miguel, más mayores que yo. Mi madre miraba atónica estos cambios, pero callaba por no crear conflictos con los vecinos.
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Era muy fan de Asterix. Salió una colección con los chicles y muñequitos de estos personajes. Valían una peseta. En un sobrecillo de papel había un minúsculo chicle y un muñequillo. Cuando tenía alguno que le faltaba a algún compañero se lo vendía al doble de su precio con dos chicles. Era un negocio justo
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Con eso podía comprar otros dos sobrecillos y perpetuar el negocio.
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Con estos soldadicos jugué muchos años, hasta bien mayor. En una mudanza desaparecieron. Una de las mayores pérdidas de mi vida.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Chistes y críticas en holasoyramon.com
Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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