El Blog de Hola Soy Ramón!

 

Archivo de la Categoría: ‘Cosas de la vida’

Crónica de una caída – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

16/04/2023

 

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En esta soleada pero fresca mañana de domingo, Elena y yo salimos a pasear como era habitual.

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Pasadas las nueve por pocos minutos, la temperatura casi llegaba a los 9 grados.

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Siempre me gusta pensar que los domingos son días luminosos, tranquilos y sosegados.

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A esas horas por Azuqueca había poco tráfico y algunos peatones, que como nosotros disfrutaban de la caminata diaria.

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Muchos días dedicamos nuestro paseo a la charla, pero hoy decidimos ponernos los auriculares y andar de la mano oyendo cada uno su podcast.

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Mi compañero y, sin embargo amigo, Javi Pastrana me había comentado que el episodio 18 de Centauros de la Alcarria tenía más de mil visitas en YouTube.

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No suelo ver, ni oír, los programas en los que intervengo. Generalmente me aburre visitar lo que he realizado. Pero este episodio se dedicó, en gran parte, a la película de Alberto Rodríguez, Modelo 77, cuestión que se aprovechó para que Javi me hiciera una especie de entrevista sobre mi experiencia penitenciaria.

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Estaba disfrutando del paseo y del podcast. Habíamos llevado un buen ritmo de marcha, solo interrumpido para hacer fotos de árboles en flor y para comprar el pan en el chino del Paseo Clara Campoamor.

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Ya estábamos cerca de casa, traspasábamos la Avenida de Madrid por el paso de cebra más cercano a la Avenida de los Escritores, cuando una pequeña saliente en el asfalto me hizo tropezar.

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Un resalte que no hubiera sido ningún problema para una persona que levantara los pies más que yo al caminar o que fuera algo más joven o habilidosa.

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En mi caso me hizo perder el equilibrio precipitando una aparatosa caída.

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Sabía que si intentaba parar el golpe con las manos corría el grave riesgo de una fractura de muñeca por lo que me dejé llevar por la inercia, sin ofrecer resistencia.

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Solté la mano de Elena, para conseguir evitar arrastrarla, pero ella, en un gesto de generosidad, me la agarró fuerte en un intento de evitarme un intenso golpe.

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Ella fue arrastrada por mi inercia y cayó también aunque de manera menos aparatosa.

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Ya en el suelo con mi zona lateral izquierda de la pelvis y el muslo contusionados y en el suelo intenté reponerme.

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Enseguida acudieron tres viandantes, que se interesaron por mi estado y se ofrecieron a levantarme.

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Elena ya en pie se componía con mucha más dignidad que yo.

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Entre los cuatro querían incorporarme. Les dije que enseguida me recompondría y me levantaría por mis medios.

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En un par de minutos me puse en pie. Un análisis rápido de la situación me dio cierta tranquilidad. El móvil íntegro, la ropa sin rotos y sin manchas notorias y yo sin fracturas. Solo ligeramente dolorido.

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Lo peor es que había interrumpido un divertido podcats y las lesiones de Elena que (haciendo inventario) presentaba una contusión en la eminencia hipotenar de la mano derecha, dolor en la articulación radiocarpiana izquierda y dolorimiento en miembros inferiores y zona lumbar.

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Un balance, afortunadamente, escaso para lo que podría haber sido un auténtico desastre.

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Los chistes de Pili

19/02/2023

 

 

 

 

 

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Gusanos de seda y punteros – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

12/06/2022

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Era un niño tímido y buenecico. No tenía casi amigos. Con ocho años nació mi hermana pequeña. Esa fecha marcó una nueva etapa de mi vida.

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Desde entonces ya nadie me acompañó al colegio, ni me fue a buscar, hacía recados y gestiones totalmente solo.

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Era lo normal en la época.

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Mi madre se reía de mí y me decía que estaba enmadrado.

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Recuerdo mi infancia en blanco y negro, con noches invernales en las que encendíamos una tenue luz y alrededor de ella se ponía mi tía Concha a coser, a pesar de su hemiplejía, y yo a hacer los deberes.

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Cuando ya terminaba mis tareas, solo la luz de la radio iluminaba levemente la cocina.

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Nos poníamos a su alrededor y la mirábamos mientras se oía el rosario o el parte.

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Era una vida oscura. Mi madre, Clarita, nos acostaba muy pronto.

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El colegio era una pesadilla para mí. No había nada que odiara más.

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Los profesores y los curas usaban como técnica de dominación el terror a base de hostia limpia. Si te movías, o no te sabías algo o te pillaban despistado había consecuencias físicas.

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Lo más habitual era el bofetón. También, de manera más ceremonial, el puntero. Un instrumento de tortura que tenía una curiosa forma. Por un lado era puntiaguda y por el otro tenía forma de porra. Con eso te golpeaban en la mano. El coscorrón era muy común. Algún profesor usaba el tirón de patillas.

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Era raro el día que no te llevabas algún recuerdo a casa.

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Cuando hacía tercera de primaria, con siete años, tenía un profesor muy chulito que se llamaba Cisneros. Yo le caía mal y él a mí, lógicamente. Se formó una fila de los que habíamos cometido más de tres faltas en el dictado.

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Íbamos a recibir nuestro castigo con el puntero. Por cada falta se recibía un punterazo en la mano. Podías elegirla.

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Me llegó el turno. Presentí que el golpe iba a ser intenso e instintivamente aparté la mano. El puntero dio sobre la mesa del profesor y se rompió, lo cual corroboraba mis temores, pero complicaba la situación.

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El profesor Cisneros envió a uno de los enchufados a buscar otro puntero. La tensión era tremenda y mi temor mayúsculo. El rabia no ocultaba su rabia.

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En muy pocos minutos llegó el emisario con un puntero reluciente.

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Cisneros me sujetó la mano izquierda dispuesto a infligir el castigo. Los que esperaban detrás de mi estaban tan acojonados como yo.

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Cuando el palo caía realicé un rápido movimiento zafándome de su mano y de nuevo se rompió.

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Había sido de nuevo mi instinto de conservación.

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Fue hacia un armario cogió una percha de madera y comenzó a darme sin control en la mano mientras estrujaba mi muñeca. La mano quedó muy dolorida y francamente inflamada. Ya no dejé de llorar el resto de la mañana.

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Al final Cisneros me miró despiadadamente y me dijo:

– Si no te callas te llevas una somanta de bofetones.

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Lógicamente paré de lloriquear.

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Esta debilidad era muy mal vista por los compañeros. No encontré solidaridad. Muy al contrario algún reproche por no aceptar las normas y bastantes burlas por mis lloros.

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Este mundo escolar era muy duro para mí. Lo detestaba profundamente.

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No me gustaba estudiar y mis notas eran mediocres. Aprobaba y poco más.

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Todos los días había que realizar una ingente cantidad de deberes. La ruleta era un ejercicio con números con los que había que realizar operaciones.

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También te mandaban análisis sintácticos y buscar palabras en el diccionario. Copiar lecciones y redacciones.

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Pasados los años destaqué en eso de redactar y participé en algún concurso escolar. Pero en esos años también lo detestaba.

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La que me ayudaba habitualmente era mi tía Concha, sobre todo con la gramática.

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Mi padre algún fin de semana me hacía alguna redacción, que se notaba a la legua que yo no había escrito.

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Tenía tres cines cercanos a mi casa. El del Colegio de los Escolapios con sesiones sábados y domingos a precios muy reducidos. El cine Monumental en la entonces calle General Franco, especializado en películas de romanos.

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Recuerdo muy bien esta sala. Con asientos de madera su suelo estaba recubierto de peladuras de pipas. Nunca se limpiaba.

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Todo el mundo comía pipas. Cuando terminaba la peli te sacudías de tu espalda las cáscaras que había escupido el de atrás.

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Existía el rumor que corrían ratas por esos suelos. Yo nunca las vi.

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El cine Victoria, aunque de reestreno, era de más categoría.

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También estaba a mi alcance el Cine Fuenclara, que luego fue reformado y pasó a llamarse Arlequín. Al lado había unos futbolines. Entre un sitio y otro echabas la tarde. También muy próximo había un club de ajedrez al que acudía ocasionalmente. Nadie quería jugar conmigo porque todos me ganaban. Era muy malo. Mi padre me enseñó mover las piezas y nada más.

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Cuando tuve más edad ya visitaba los cines del Paseo Independencia, pero de muy niño me parecía un sitio lejano desde la calle Predicadores.

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La mayoría de las veces iba solo. En el cine del colegio siempre te encontrabas con compañeros y te sentabas junto a ellos, para luego caminar sin rumbo hasta que terminabas llegando a casa.

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Pero a los demás cines solía ir solo. No me importaba. Iba a mi aire. Me gustaba medir el tiempo que tardaba de un sitio a otro.

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A Clarita no le gustaba que jugara en la calle. Me veía obligado que inventar escusas para salir, como que tenía que ensayar en el coro del colegio.

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Es cierto que hice una prueba para el coro y no me cogieron, cantaba muy mal. En casa dije que me habían seleccionado, lo cual me permitía decir que había ensayo y poder disponer de tiempo en la calle sin dar más explicaciones.

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Creo que mi madre nunca se lo creyó.

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Una actividad también clandestina era cambiar tebeos en La Angelita, que tenía que ocultar debajo del abrigo, porque mi madre lo tenía totalmente prohibido, porque por ese sistema se contagiaba la tuberculosis.

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En casa los tebeos eran camuflados dentro de los libros para poder ser leídos.

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Una amigo me regaló una caja rota de zapatos con gusanos de seda. Había unas moreras en la rivera del Ebro. Allí acudía todas las tardes después del colegio y metía un buen puñado de hojas en la cartera, sin orden ni concierto.

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Tiraba las hojas sobre los gusanos y éstos las devoraban con avidez. No limpiaba nunca la caja. Los gusanos habitaban sobre un lecho de restos de hojas secas y se criaban super gordos.

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Me encantaba el proceso de la metamorfosis. Guardaba la caja de un año para otro.

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La cantidad de gusanos que salía era ingente. Un amigo me dijo que vender gusanos estaba prohibido. Cuando comerciaba con ellos tenía la sensación de que estaba realizando algo clandestino. No era venta, era tráfico de gusanos.

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Me gustaba imaginarme como un fuera de la ley.

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Cuando eran pequeños los vendía a cinco céntimos, pero si estaban gordos llegué a obtener hasta 50 céntimos. Estos ingresos me permitían una vida de lujos, o sea tebeos y cine.

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Los gusanos los llevaba en un cucurucho de papel de periódico o en los bolsillos. Los vendía en el recreo, en la puerta del cole y sobre todo en los porches del mercado. Había abuelas que los compraban para sus nietos, como un regalo especial.

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Mi vida sufrió un vuelco con la llegada de la tele en casa.

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Comprada a plazos, como todo, supuso algo extraordinario. Me lo veía todo. La hípica, el tenis, el rugbi, los toros, y por supuesto las películas. Me gustaban todas. Conocí a Tarzán, a Fred Astaire y Ginger Rogers, a Gene Kelly, a Rock Hudson y Doris Day

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Entonces no había directores. Eran los actores los que hacían las películas.

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En los recreos comentábamos la película del día anterior. La mayoría opinaban que los musicales o las comedias románticas eran un tostón, como se decía entonces, a mí me encantaban, pero me lo callaba para encajar.

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Recuerdo con mucha nostalgia a los Chipiritifláuticos, con Valentina, Locomotoro (mi preferido y el de todos), el Capitán Tan Tan y el Tío Aquiles. Aún canto sus canciones y los seguí hasta los 15 o 16 años.

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A veces cambiaba tebeos con los vecinos del piso de arriba Ricardo y Miguel, más mayores que yo. Mi madre miraba atónica estos cambios, pero callaba por no crear conflictos con los vecinos.

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Era muy fan de Asterix. Salió una colección con los chicles y muñequitos de estos personajes. Valían una peseta. En un sobrecillo de papel había un minúsculo chicle y un muñequillo. Cuando tenía alguno que le faltaba a algún compañero se lo vendía al doble de su precio con dos chicles. Era un negocio justo

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Con eso podía comprar otros dos sobrecillos y perpetuar el negocio.

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Con estos soldadicos jugué muchos años, hasta bien mayor. En una mudanza desaparecieron. Una de las mayores pérdidas de mi vida.

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Otros post relacionados.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Me debía 20 duros – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

25/02/2022

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Vicente el garibolos era un tipo robusto, de cuerpo sólido y pesado, que mediría alrededor de un metro setenta, con frente recta, arcos ciliares poco prominentes y barbilla saliente.

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Su aspecto tosco y sucio me despertaba cierto temor.

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Como estaba en aislamiento lo visitaba todos los días.

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A mi pregunta ritual de ¿cómo estás?, siempre me respondía que bien.

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Su chabolo estaba sucio y desordenado. Los funcionarios le insistían, una y otra vez, que debía de mantenerla en condiciones. A lo que respondía que la tenía bien.

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Su afición a los garbanzos era muy bien conocida por todos. De ahí su apodo.

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Un día me había retrasado en la visita al Módulo 5 de Cumplimiento, ya estaban repartiendo la comida, celda por celda.

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Al mismo tiempo que recogían sus raciones yo les preguntaba por su estado.

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La mayoría más preocupados por el rancho, no me hacían ni caso.

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Vicente, después de llenar su plato de garibolos, le preguntó a los funcionarios si le podían dar más.

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– Hay comida de sobra puedes repetir las veces que quieras. Pero ¿dónde te lo ponemos?

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Vicente echó un vistazo a su chabolo.

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Ofreció un vaso que le llenaron de la comida del día.

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Y después cogió una tapa verde del tigre, con forma de gran plato que cubría el retrete y la ofreció para que le sirvieran ahí más garibolos.

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Tanto el funcionario como yo pusimos una expresión de repugnancia.

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El funcionario le dijo:

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– ¿Estás seguro?

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Vicente no dudó. Emitió una especie de gruñido afirmativo y también imperativo.

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Ese día no pude comer. Tarde varias semanas en borrar esa imagen de mi cabeza.

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Días después Vicente estaba muy contento metiendo sus pertenencias en una bolsa de plástico.

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La Central de Observación era un recurso que tenían los reclusos cuando no estaban de acuerdo con el grado que les había asignado el equipo de tratamiento de la prisión.

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Era frecuente que antes y después de ser valorados en la Central de Observación pasaran unos días por Madrid 2.

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La mayoría eran presos en primer grado con condenas largas o mal comportamiento en prisión o las dos cosas.

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El régimen en este centro, que estaba anexo a Carabanchel, era menos estricto que el habitual.

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Ahí era valorado por psicólogos, juristas, criminólogos y trabajadores sociales y se les recalificaban.

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Habitualmente permanecían una semana.

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Pero Vicente estaba de nuevo en su celda al día siguiente.

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– ¿Pensaba que te ibas a la Central de Observación?

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– Fui, pero me devolvieron esa misma tarde.

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– ¿Qué pasó?

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– Nada. Maté a un tipo. Es que me debía 20 duros.

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Lo dijo con poco interés y con una frialdad absoluta.

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Llevaba unos meses de médico de prisiones. En ese momento fui realmente consciente de lo que es ser un psicópata.

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Practicando en el Hospital Real y Provincial de Nuestra Señora de Gracia – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

20/02/2022

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Le debía al Hospital Provincial dedicarle un post.

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Cuando iniciaba primero de Medicina, Manolo Royo, un amigo de mi padre, me propuso ir al Hospital Provincial a aprender.

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Manolo era un enfermero, entonces decíamos ATS, experimentado y pluriempleado. (Ver )

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Por las mañanas trabajaba en el Servicio de Urología.

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Él me enseñó a colocar sondas uretrales y gástricas. A poner goteros e inyecciones intravenosas e intramusculares.

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Era costumbre que cuando en cualquier servicio precisaban poner una sonda nos avisaran. En pocos días recorría el hospital y colocaba las sondas vesicales con maestría. No había uretra que se resistiera. Lo hacía de manera aséptica y eficaz.

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Manolo daba una explicación y realizaba la técnica, pero la siguiente vez te dejaba hacer y ya, desde entonces, era cuestión mía.

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El Provincial atendía a pacientes de “beneficiencia“. En aquellos tiempos no había sanidad universal y había personas que no tenían seguridad social.

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La mayoría eran indigentes que acudían al Hospital y eran atendidos de manera gratuita.

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También acudían pacientes que pertenecían a la Diputación Provincial.

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Era un hospital muy antiguo, casi ruinoso, pero con un gran volumen de trabajo y con magníficos profesionales.

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Mi admiración por Manolo era máxima.

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Otro enfermero, , me invitó a ir a urgencias para “aprender a dar puntos“.

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Durante unas pocas noches aprendí a suturar. Algún día salía emocionado de la guardia. Contaba los puntos que había dado. Me iba contento a la planta de Urología pensando que había puesto 30 ó 40 puntos.

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El jefe de Servicio era el Dr. García Miralles, que había ocupado la plaza al mismo tiempo que yo en ese verano de 1976.

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Una persona admirable, muy educada, cordial y muy elegante en los modos. Me trataba con mucho cariño.

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Antes que comenzara la consulta, hacía la historia clínica a los pacientes nuevos. Aprendí rápidamente términos como disuria, estranguria, piuria, poliuria, nicturia, tenesmo vesical…

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Manolo siempre me metía prisa. Me decía que iba muy lento, que tenía que estar preparado para la seguridad Social.

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Disfrutaba mucho en el quirófano. Recuerdo perfectamente la primera intervención en la que ayudé, era una simple circuncisión.

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No sé si el calor, o la sangre, el caso es que me mareé. Aún me puse peor de la vergüenza.

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Manolo se reía de mí y me llamaba “flojo“.

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A partir de entonces siempre que me lavaba me decía: “no te irás a marear“, mientras soltaba una risotada.

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Llegó un momento, que bajo supervisión, era el que realizaba las circuncisiones. Ahora no me atrevería.

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Ese verano fue el primero de muchos otros, hasta terminar la carrera.

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Durante el curso acudía ocasionalmente, cuando me lo permitían las clases y las prácticas en el Clínico.

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Siempre era recibido con cordialidad por todos. Yo me encontraba como en casa.

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Mi horario en los veranos era muy ajustado. Antes de las ocho y media estaba en el Provincial.

A la una entraba a trabajar de camarero en el Parque Sindical, hasta las 9 de la noche.

Era raro el día que no salía al cine o con amigos, a veces, hasta la madrugada.

Pero con 18 años se puede todo y aguantaba bien ese ritmo.

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Las noches que me quedaba a la guardia, dormía a ratos en algún sillón desvencijado.

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A Rayos me llamaban para poner los contrastes yodados para las urografías. Me daba bastante miedo, porque había muchos pacientes alérgicos.

Manolo me enseñó que siempre llevara dos ampollas de Urbason y otro par de adrenalina en el bolsillo de la bata, por si acaso.

Si había la más mínima duda, usarlas sin miedo.

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Otros personajes que no puedo dejar de mencionar son Sor Ángela, el Dr. Herrera y la enfermera María Jesús.

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Sor Ángela era la monja de la planta, siempre atenta a que no faltara de nada. Era altísima y muy fuerte, pero muy dulce al hablar y siempre con expresiones graciosas.

Cuando la veía de lejos la gritaba “monja!!!!!!!!!”, en tono claramente gamberro.

Ella se partía de risa.

Nunca la vi enfadada.

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Empecé a utilizar una frase, que luego cuando estuve de médico de prisiones usé con Sor Ángeles: “eres tan buena que no pareces ni monja“.

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El Dr. Herrera era peruano y había estudiado y hecho la especialidad en España.

Atento y cordial, muy tímido.

Tenía unas manos grandísimas y unos dedos muy voluminosos.

Temía cuando hacía tactos rectales. En ocasiones me ofrecía a realizarlos para evitar sufrimientos a los pacientes, pero eso no evitaba que él los hiciera también.

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Siempre iba muy arreglado con su corbata y su americana, y con unos cortes de pelo impecables.

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La enfermera María Jesús atendía la planta de urología y la de Derma. Muchas veces me invitaba a visitar a enfermos de Derma, cuando ella consideraba que presentaban patologías interesantes.

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Por ello aprendí a diagnosticar sarnas y pitiriasis rosadas. Recuerdo especialmente a una paciente con sífilis congénita.

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Pocos años después de terminar la carrera cuando estaba de médico en Alustante les visité. El Provincial estaba sumergido en un proceso de reformas y aquello tenía un aspecto muy mejorado.

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El incidente más llamativo en esos años fue el incendio del hotel Corona de Aragón, pero eso lo reservo para otro post.

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Muchas gracias a todos que fuisteis mis grandes maestros. Máxima emoción al recordaros.

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Muchos besos y muchas gracias.

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