El Blog de Hola Soy Ramón!

 

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Mis amigos de la brigada político social – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

19/08/2021

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Cuando hacía segundo y tercero de Medicina teníamos asambleas un día sí y otro también.

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Franco murió comenzando la carrera y se cerró la Uni unas cuantas semanas. Pero eso lo contaré en otro post.

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Fui elegido delegado de clase esos dos cursos y también en cuarto.

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Corría el rumor que en todas las clases de la universidad había un infiltrado de la Brigada Político Social.

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Cuando veíamos a alguien más mayor que la media, sospechábamos.

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Generalmente en nuestras asambleas de clase tratábamos problemas educativos. Fechas de exámenes, propuestas de contenidos y de prácticas… Pero, también, había cuestiones políticas.

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Eran tiempos convulsos en los que el franquismo se resistía a fallecer y la democracia asomaba con temor.

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Mi labor de moderador de las asambleas se veía, muchas veces, dificultada por las intervenciones de tres jóvenes.

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Los tres vestían de manera elegante, ligeramente pijos, tenían aspecto de sacarnos unos cuantos años, pero no llegaban a los treinta. Hacían chiste de todo lo que se decía y, la verdad, eran muy graciosos.

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Yo siempre he apreciado mucho el humor y me hacían reír con frecuencia.

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Detrás de un sesudo argumento de Enrique de la LCR o de Marcos del PT soltaban una gracieta que hacía carcajear a media clase y chafaban su discurso.

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Menos gracia me hacía cuando hacían mofa de mí.

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En las votaciones mano alzada ellos levantaban la mano derecha imitando el saludo fascista. Si alguno votaba con el puño cerrado, decían:

– ¡Toma nota de esos!

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Me saludaban siempre que me veían y con sonrisas me decían cosas chocantes:

– Cómo manejas el cotarro. Los rojos estáis bien enseñados.

– Solo sabes decir: votemos.

– Un día tenemos que tomarnos unas cañas (mientras con las manos daban puñetazos al aire).

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Todo ello entre risas y con “buen” humor.

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A mí, todo eso me turbaba mucho. Me daban miedo.

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Un día sí y otro también había asambleas en el aula magna de la facultad de ciencias.

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Tenía muchos varios amigos en el PCE. Nunca milité en ese, ni en ningún partido.

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A Vasil lo conocía desde primero era compañero de mesa de anatomía. Nuestros apellidos solo se diferenciaban por una letra.

Vasil, de padre búlgaro y madre española, era, a pesar de ser un crío, un viejo militante del PCE, fiel seguidor de las doctrinas eurocomunistas de Santiago Carrillo.

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En el año 1976, Carrillo era para muchos un héroe y para otros muchos el demonio, pero el demonio de verdad, con rabo, cuernos y rojo, muy rojo.

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Vasil, al que acompañaba en las asambleas de ciencias, me aleccionaba sobre los participantes.

– Éste es el Bufandas del MC. Éste otro es Sobrino de la Liga. Mariló la Roja es del PT. El Bizco es del PCE…

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Éramos una fauna de melenudos con jersey pequeños o de cuello alto y pantalones de campana. Y, sobre todo, bufandas, muy largas.

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Es una pena, pero no tengo fotos de esa época. Nunca tuve una cámara y el que la tenía era un profesional.

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Tal vez, por ello, me encanta hacer fotos ahora y tengo una réflex estupenda. Será para suplir las carencias de mi juventud.

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Casi todos los días después de esas asambleas multitudinarias salíamos de manifestación.

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En las cárceles franquistas hubo millares de presos políticos, hasta la ley del gobierno Suárez, aprobada en Diciembre de 1977.

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Estas manifestaciones reivindicaban la amnistía. Salíamos a la Plaza San Francisco y caminábamos por la Gran Vía.

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A la altura del cruce con la Avenida Goya, junto al cine Gran Vía (ahora es un Burger King) nos esperaban los grises.

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Los estudiantes, nada más ver que se preparaban para cargar, salíamos corriendo hacia San Juan de la Cruz. Muchas veces ya no nos seguían hasta ahí y era perfecto para tomarse unas cañas en los abundantes locales de la zona. Los amigos solíamos quedar el Los Picapiedra.

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Era una mezcla de activismo político y ocio.

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Tenía su punto de riesgo. Era frecuente llevarse un gomazo. Lo peor era ser detenido o sufrir una paliza por un grupo de energúmenos con porra.

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Éramos chiquillos sin mala fe que solo reivincábamos una cuestión totalmente justa y que solo podía contribuir al beneficio y la paz social.

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Por ello me resultaba asombroso que un régimen moribundo respondiera con esa violencia, expresada en unos bestias que debían de disfrutar dando hostias.

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En alguna ocasión en lugar de correr como la mayoría cruzaba la Avenida Goya y me quedaba en el centro del bulevar contemplando los movimientos de los grises y de los estudiantes.

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Éramos muy pocos los que lo hacíamos. Los antidisturbios nos lanzaban un par de botes de humo que nosotros pateábamos para alejarlos dirección al puente del Río Huerva.

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Afortunadamente los policías se dirigían dirección Gran Vía, a darles a los que corrían en masa.

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Era un espectáculo curioso, pero estremecedor. En una ocasión me encuentro con mis tres compañeros de clase, que estaban como yo viendo el panorama.

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Se acercan sonrientes, como siempre, y me hacen algún comentario jocoso:

– Evitas las carreras, Ramón.

– Desde aquí son las mejores vistas.

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Antes de salir pitando, siempre se corría (nunca mejor dicho) entre los estudiantes alguna consigna para volverse a concentrar después de la desbandada general.

– ¡Al Puente de los Gitanos!

O

– A la plaza San Francisco.

O

– A la plaza Paraíso

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Mis “amigos” de la brigada político social me preguntan donde se concentrarán. Se había dicho que a esta última localización. Pero les digo que en Fernando el Católico.

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Entonces pasa un coche y para delante nosotros. Uno de ellos les dice:

– A Fernando el Católico.

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Estoy un rato ahí con ellos y ya vuelven los grises para meterse en las tocineras y veo que van paseo arriba…

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Les había engañado.

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Al día siguiente. Estaban en la puerta de clase a primera hora. Les doy los buenos días, pero me paran y me dicen que me siente con ellos.

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Yo siempre he preferido las primeras filas. Se aprende más.

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Me siendo en la segunda fila a un lado mis amigos habituales y al otro los de la brigada.

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Éstos no toman apuntes, ni atienden. Solo me incordian.

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Termina la clase y se levantan, pero antes de salir dicen en voz alta:

– Gracias por lo de ayer. Les dimos bien.

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No entendía bien lo sucedido.

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Era una ironía por su parte, lo cual me convertía en su objetivo.

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O  era una agradecimiento verdadero, lo cual me convertía en un colaborador con la policía.

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Nunca supe cual fue su intención.

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El resto de los compañeros de clase o no se enteraron o no le dieron importancia.

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Desde entonces siempre me saludaban amablemente. Incluso una vez me los encontré en un bareto de Dr. Cerrada y me invitaron a una Coca-Cola.

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A mitad de tercero desaparecieron y nunca más volví a saber de ellos.

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Nunca supe sus nombres.

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Siempre me quedé con la duda si eran polis o solo fachas.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Una noche de vaquillas – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

18/08/2021

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Fuentelencina es una bella localidad de la Alcarria.

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Todos los años realizan un festejo taurino que consiste en soltar vaquillas por sus calles, desde las 12 de la noche hasta la mañana siguiente.

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En todos los festejos taurinos, incluso los más populares, tiene que haber asistencia sanitaria.

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Esa noche de Agosto estábamos Paco, el ambulanciero, Jesús, el enfermero, un quirófano móvil, una ambulancia y un servidor.

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Casi una hora antes de comenzar el festejo estábamos los tres preparados para pasar la noche.

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Paco era una persona algo callada, pero simpática. A eso de las dos de la mañana se fue a dormir a la ambulancia.

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Jesús era supervisor de enfermería. No se llevaba bien con casi nadie. Extremadamente obeso, tenía obsesión con la comida. Su familia lo mantenía a régimen permanente. Cuando salía de casa se desquitaba. Sus cortas extremidades unidas a su voluminoso cuerpo era el motivo por el que le apodaban “Centollo“.

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Creo que yo era una de las pocas personas con las que se llevaba bien.

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Le encantaba verme comer y que le invitara (siempre).

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Cuando Paco se fue a dar una cabezada, Jesús se retiró a su coche, aparcado justo al lado del quirófano. Padecía síndrome de apnea del sueño y sus ronquidos se oían desde el quirófano.

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Me pasé la noche y la madrugada poniendo betadine a borrachos.

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A eso de las ocho se levanta Jesús. Muy cerca teníamos una churrería. Sus dueños eran  conocidos del enfermero.

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Desayunamos una docena de churros, dos porras y un gran chocolate cada uno.

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Al poco rato Jesús me requiere:

– ¿¡Habrá que hacer un segundo desayuno?!

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La idea del segundo desayuno siempre me ha parecido estupenda. Como los hobbits, pensé.

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Repetimos la comida mañanera.

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Lo cierto es que me quedé un poco pesado.

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Por supuesto, pagué en las dos ocasiones. Ya sabía que Jesús era capaz de todo con tal de no soltar pasta. Prefería no andar en discusiones y dejarlo feliz.

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Pasa un rato y Centollo me dice:

– Vamos a la plaza a ver si está abierto el bar.

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Delante del ayuntamiento dos vacas corretean agotadas. Muy poco público detrás de las talanqueras. Algún abuelo madrugador y algún joven trasnochador.

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Una mezcla entre humano y bestia intenta golpear con un tablón a una de las reses. Afortunadamente su estado de embriaguez le impiden dar en el blanco.

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Jesús se pide un café con leche grande y pregunta si hay madalenas.

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Yo con la churrería ya tenía bastante. Pero mi compañero pregunta si hay bollería.

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Le enseñan una madalena como un plato.

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Jesús la mira como calibrándola y le replica:

– Ponme dos.

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Novios – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

15/08/2021

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Esa tarde de verano me tocaba de incidencias.

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Mi despacho daba a la fachada de entrada y pegaba todo el sol.

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El despacho del gerente estaba justo enfrente. Sus ventanas daban a un patio interior. Era más oscuro, pero más fresco.

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Me instalé en su mesa delante de su PC, mucho mejor que el mío.

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A ese patio de luces daban varias habitaciones (o celdas) de internos ingresados en el Hospital Penitenciario.

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Ya llevaba varios meses de subdirector.

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En la planta cuarta solo había cuatro camas destinadas a mujeres. El acceso era complicado.

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Un interno de la planta primera comenzó a conversar con una ingresada.

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Por supuesto, hablaban a gritos. Desde mi localización los oía perfectamente.

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Era totalmente imposible que se pudieran ver.

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– ¿Estás enferma?

– No. Solo tengo hepatitis.

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– Yo me he tragado unos hierros, pero estoy bien.

– Tengo dos hijos, están con mi madre

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– Yo no los veo desde hace más de un año. Estoy por drogas. ¿y tú?

– Sí, pero solo me han caído tres años.

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– ¡Qué calor!

– ¡Vaya!

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– Oye, ¿nos hacemos novios?

– ¡Vale! ¿Cómo te llamas?

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Panceta de Zamora – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

14/08/2021

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Rebusco en la taquilla. Entre latas de sardinas en aceite y sardinillas al limón encuentro una lata de fabada Litoral. Son las nueve de la noche del final de un día de primavera caluroso. Decido cenármela.

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Paquita la enfermera se va a tomar un tomate, su fruta favorita. Así no se sale de su dieta hipocalórica que lleva desde la adolescencia, sin ningún éxito.

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Caliento al baño maría mi cena y me la como, más bien la engullo, en unos minutos.

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Hay fruta por la cocinilla, que no desaprovecho.

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Siempre he sido de buen comer.

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Ya son casi las doce. Es una guardia muy tranquila. Me gusta antes de acostarme pasarme por la Jefatura, a decir que me voy a dormir y presentar mis respetos al jefe de centro y de servicios.

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Paqui ya lleva dos horas durmiendo. Sus pluriempleos en la prisión y en la urgencia de trauma en el Príncipe de Asturias, la tienen agotada.

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De jefe está Víctor y de centro Ampuero.

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Éste me dice que ha traído panceta de su pueblo en Zamora y me ofrece un bocadillo que cocinaría junto al que se va a preparar.

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¡Quién se puede negar a esa suculenta invitación!

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Me elabora un bocadillo con una barra y mucha panceta, pero, además, empapa el pan en el aceite de la fritura.

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Mientras devoraba el grasiento bocadillo, el aceite resbalaba por mis manos y antebrazos.

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Para ayudar nos tomamos un par de Coca-Colas, mi bebida de consumo oficial.

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Estaba más que saciado.

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Ampuero me sugiere tomarnos otro, pero no entero.

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Acepto el reto.

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A la barra que quita una punta y repite la receta.

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Los dos nos comemos esta segunda entrega, más aceitosa si cabe que la anterior.

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Le agradezco la suculenta recena.

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Me notaba un poco pesado, pero siempre he sido de digestiones fáciles y no me preocupaba la noche.

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Me duermo con facilidad…

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A eso de las tres me despierto con una terrible pesadez de estómago, ciertas náuseas y falta de aire. La sensación de reflujo es muy intensa. Me siento realmente mal.

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Me incorporo. Paseo por la habitación.

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La prisión está en absoluto silencio. Solo yo con mi fatiga interrumpo la paz nocturna.

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Miro en los bolsillos de la bata. Nada ni un Almax, ni un Omeprazol que echarme a la boca.

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Podría ir a la Enfermería, pero eso supondría despertar o al menos movilizar a un montón de funcionarios.

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Bajo a Jefatura. Víctor lee una novela, con la tele puesta sin sonido. Ampuero duerme como un niño en su sillón.

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Doy las buenas noches en voz baja.

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El Jefe de Servicios me mira de reojo y me contesta susurrando.

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No me atrevo a relatar mi mal estado.

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Decido resignarme.

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Camino por el largo pasillo que da a la cocinilla y los vestuarios.

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Comienzo a sentir dolor torácico y opresión precordial.

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Estoy fatal. Casi veo la luz al final del túnel y toda mi vida pasa por delante de mis ojos.

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Aguanto como puedo, de mala manera y a eso de las siete comienzo a mejorar.

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A las ocho ya estoy en el bar desayunando.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Secuestro – Historietas basadas en hechos reales, según mis recuerdos

13/08/2021

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Redondo Fernández:

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Juan Redondo Fernández era un tipo musculoso, usaba camisetas de tirantes, con la cabeza rapada y unas gafitas redondas y pequeñas. Tenía más aspecto de intelectual que de psicópata.

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Hablaba despacio y en voz baja. Educado y respetuoso.

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Esa mañana cuando llegué al módulo 2 de la zona de Cumplimiento, los funcionarios me anunciaron su presencia.

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Me hablaron de él como si debiera conocerlo.

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Viene del Puerto. Ha debido de liarla gorda. Tiene que cumplir un montón de sanciones de aislamiento. No lo han metido en el Aislamiento 3 para que no vuelva a montarla.

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Menudo elemento pensé.

A mí, ¿en qué me atañe?

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Pues como va a estar cumpliendo la sanción hay que verle todos los días en su celda, como a todos los aislados. Solo sale al patio una hora, cuando el resto de los presos del módulo están en la siesta.

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Me anunciaron con voz solemne:

Nos va intentar secuestrar. Es lo que intenta siempre. Cree que nos va a pillar por sorpresa.

Entraremos dos contigo y uno se quedará fuera.

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¡Vaya panorama!, pensé.

Pues vamos a verle. Y que sea lo que Dios quiera.

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Subimos hasta su celda. No sé los funcionarios, que escondían su porra metida en el pantalón en la espalda, pero yo iba totalmente acojonado.

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Desde la puerta le di los buenos días y le pregunté si necesitaba algo del médico.

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Se acercó sin mediar palabra como para enseñarme algo en el brazo derecho que se sujetaba con el izquierdo.

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De pronto vimos como llevaba un cepillo de dientes que había quemado para insertarle una cuchilla de afeitar.

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En un momento hubo un forcejeo, los funcionarios consiguieron que soltara el pincho, pero a uno le había herido el antebrazo izquierdo con un corte limpio que sangraba tibiamente.

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Llevaba gasas en el bolsillo, con ellas taponé la herida.

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La puerta de la celda se cerró, después de que Redondo fuera empujado hacia su interior.

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Ávila Navas:

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El dicho carcelario de “valenciano, secuestrador seguro”, se cumplía con este muchacho de trato agradable y simpático.

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Padecía una luxación recidivante de hombro, por lo que había sido trasladado al Hospital Penitenciario para ser intervenido.

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Sánchez Montañés:

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Un tío muy serio. Muy moreno de piel. Nunca le vi vi sonreír.

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De aspecto siniestro, daba miedo.

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Losa López:

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Le tenía especial manía a la Dra. Maite.

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Esta médica de Valladolid era muy profesional y mantenía un trato siempre distante con casi todo el mundo. Nos hicimos amigos desde que nos conocimos y conmigo se mostraba cordial.

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No sé muy bien que le negó a este interno, pero estaba claro que no congeniaban.

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Yo no me llevaba mal con él, en ocasiones le solucioné algún problemilla.

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Rivas Dávila:

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Era considerado uno de los internos más peligrosos de las cárceles españolas. Un tío muy serio, aunque no era alto daba la impresión de fornido.

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No solía requerir asistencia médica.

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Yo solo lo conocía por su fama.

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Redondo Fernández, otra vez:

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En 1989 me incorporé a mi primer destino en prisiones.

La mayoría de los centros penitenciarios eran cárceles muy antiguas, algunas incluso del siglo XIX, con estructuras muy deficientes.

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Madrid 2 se inaugura a principios de los 80 y se convierte en una de las prisiones más importantes de España por ser de las más seguras, destinada a albergar a los presos más peligrosos.

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Redondo Fernández iba cumpliendo sanción tras sanción, con un régimen de vida muy duro.

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Sus fechorías eran numerosísimas dentro de las prisiones. Secuestros, motines, asesinatos de otros internos, agresiones a funcionarios…

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Cuando se comete un delito encarcelado, además de informar al juzgado de guardia para que instruya la causa correspondiente, la junta de régimen le impone una sanción.

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Dentro de las prisiones hay diferentes formas de vida y diferentes formas de cumplir las condenas.

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Por supuesto Juan estaba en primer grado, que normalmente solo tiene dos horas de patio por la mañana y otras tantas por la tarde. El resto del día en su celda. Puede encargar libros de la biblioteca, sin ningún límite y dispone de radio.

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En aquellos años no se les permitía tener tele. Para mí, eso era un gran error, pero era así.

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Al estar cumplimiento sanciones Redondo solo salía una hora al patio, sin contacto con otros internos.

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Las sanciones máximas eran de 14 días y no se podían encadenar.

Por ello descansaba un día cada dos semanas, teniendo esa jornada la situación de primer grado.

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Posiblemente por este régimen tan severo y por su incapacidad de que sus intentos de secuestros fructificaran con los experimentados funcionarios de Alcalá Meco, decide ponerse en huelga de hambre y sed.

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Son mecanismos de presión muy comunes en la institución penitenciaria.

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Huelgas de hambre he vivido muchas, como profesional (claro). Se pueden prolongar durante muchas semanas, sobre todo porque suelen ser falsas, más bien simulaciones, y el interno come, aunque sea pequeñas cantidades.

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En cambio las huelgas de sed, si son verdaderas, duran como máximo tres días.

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Una persona puede aguantar varias semanas sin ingerir alimentos, pero sin beber líquidos es imposible sobrevivir más de tres o cuatro jornadas.

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Redondo llevaba varias semanas en la zona de preventivos, en el entonces llamado Aislamiento 3, uno de los módulos más seguros de España.

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Como yo hacía mi trabajo en la Zona de Cumplimiento, hacía tiempo que no sabía de él.

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Una noche de guardia a eso de las 12 de la noche me requiere el Jefe de Servicios para que lo vea.

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Tumbado en la cama de su celda respiraba con dificultad. Estaba sin beber desde hacía más de 48 horas.

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A la exploración compruebo que está claramente deshidratado.

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Hace falta una fuerza de voluntad tremenda para tener un grifo a tu lado y mantenerse firme sin beber agua.

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Para explorarle en su celda, los funcionarios la cachearon a fondo y dejaron a Redondo en calzoncillos sobre la cama, a pesar de su penoso estado era muy probable que intentara algo.

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Me dijo que no iba a abandonar su actitud de ninguna manera. Le pregunté que, si era trasladado al Hospital Penitenciario de Carabanchel, depondría su actitud o, al menos, permitiría que se le tratara con sueros.

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No me respondió claramente. Solo me dijo:

Don Ramón, haga lo que tenga que hacer.

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En la prisión todos me llamaban Don Ramón. Yo siempre me presentaba como “hola soy Ramón“. Prefería que me llamaran por mi nombre y no por apodos poco cariñosos.

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Catorce de Febrero de 1990:

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Ese día de San Valentín, Elena me había preparado un bocadillo de lomo con pimientos para almorzar.

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Eran como las 10 y media de la mañana estaba pasando consulta en la enfermería a los internos del Módulo 2. Fernando un funcionario amiguete les había escoltado.

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La Dra. Maite había ido al Módulo 3 a ver a los apuntados y tardaba.

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Un chico joven estaba en la sala de consulta, mientras revisaba sus análisis, se abrió la puerta metálica y vi a Ribas Dávila que empujaba a Fernando mientras le había puesto un cuchillo en la garganta.

Don Ramón. No se resista y dese por secuestrado.

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Se me nubló la vista y tuve una intensa sensación de mareo. Intenté reponerme.

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Losa López se acercó hacia el teléfono con la intención clara de arrancarlo.

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No hace falta romperlo, lo desconectamos y listo.

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Justo cuando salíamos de la Enfermería aparecía Rocío, venía de entregar la medicación  a los enfermos ingresados.

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Ribas Dávila le dijo con tono muy severo e inquisitivo:

Tú te vienes con nosotros.

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Rocío llevaba un par de semanas trabajando como auxiliar de enfermería. Con sus 19 años era una chica, algo regordetilla, muy alegre y despierta. Inmediatamente se puso a llorar.

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Antes de salir cerré todas las puertas de las consultas y del botiquín y la cancela de la zona de Consultas que da al pasillo.

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Dejé encerrados a seis internos del Módulo 2 que habían venido a consulta.

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Ninguno de ellos intervino, ni para bien, ni para mal.

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Nadie protestó por dejarlos encerrados.

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Me eché el manojo de llaves al bolsillo.

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Losa López me había estado vigilando con una barra de hierro en la mano, en realidad era una pletina de una puerta, que limándola la habían convertido en un sable.

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El largo pasillo hasta en Módulo secuestrado estaba desierto.

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En la cancela se encontraba Vicente, el funcionario de lavandería, que al verme a unos pocos metros, me dice:

No sé que pasa que no me abren.

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Aquello me resultó un poco cómico. El pobre Vicente no se había dado cuenta que estaba llamando para que le secuestraran.

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Rápidamente le pusieron la espada en el cuello y la doble cancela se abrió.

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Pasamos casi corriendo por el rastrillo y se volvió a cerrar.

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A Rocío y a mí nos metieron en una celda en la primera planta, donde ya estaba Maite. Al vernos esbozó una leve sonrisa. Tal vez de alivio al no verse sola en tal trance.

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Llevaba tres años sin fumar. Losa López me ofreció un cigarrillo y no sé porqué sin pensarlo lo tenía en la boca.

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Era un Ducados. Su inhalación me supo a rayos.

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Cuando Losa se despistó lo apagué. Esa fue la última calada de mi vida, hasta ahora.

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Rocío seguía llorando.

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El encargado de vigilarnos era Pascual Martínez Sánchez, un toxicómano alegre, con pinta de pringado, que de vez en cuando nos insistía en que él actuaba obligado. Lo cual me parecía totalmente cierto. Pascual no era capaz de fechoría graves.

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Nos visitaban periódicamente los secuestradores.

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Hubo un momento de tensión. Sánchez Montañés con una navaja en la mano mirando a Maite y Rocío dijo algo parecido a:

Lo bien que nos lo podíamos pasar.

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Mirando a Ávila Navas, le repliqué:

Pero aquí todos somos caballeros.

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Ávila sacó a Sánchez de la celda.

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Don Ramón, quítese la bata que va a bajar a que le vea el jefe de servicios.

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Luego comprendí que habían retirado el uniforme a los funcionarios para que si el módulo era asaltado por los GEOs, cuestión bastante probable, no pudieran distinguir a secuestradores de secuestrados.

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A los sanitarios nos habían dejado nuestra ropa, pero para que nos vieran los de fuera tenía que parecer que tampoco éramos identificables.

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Entre las dos cancelas que definían el rastrillo de entrada al módulo estaba una zona de acceso exclusivo para funcionarios y un ventanuco que daba al interior del módulo. A través de ese agujero vislumbré la presencia de varios funcionarios y a Jacinto, el jefe de servicio.

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Jacinto era un veterano en la Institución, un hombre muy tranquilo y reposado.

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Le dije que Maite, Rocío y un servidor estábamos bien y no habíamos recibido daño alguno y le entregué el manojo de llaves que había guardado en mi bolsillo.

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Ya un poco más calmado hice una recapitulación de mis actuaciones y, de momento, me parecía que lo había estado haciendo bien.

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Aunque tenía mucho miedo lo disimulaba e, incluso, parecía sereno.

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La mayoría de los internos no implicados en el secuestro pululaban tranquilamente por el Módulo. El patio permanecía cerrado.

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Todos eran conocidos míos, más bien, pacientes míos.

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Ávila Navas  estaba con el brazo en cabestrillo. Nada más verme me dijo que le habían operado en el Hospital de Carabanchel, hacía unos días.

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Por aquel entonces era un adicto absoluto a la Coca-Cola. No hizo falta más que insinuarlo para que enseguida me trajeran la bebida a base de extractos que tanto me gustaba y también unos bocadillos de atún, que me comí con apetito.

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Maite, como siempre, poco habladora.

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Rocío muy disgustada, lloraba intermitentemente, pero parecía más calmada.

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De nuevo bajé al ventanuco. Esta vez estaba el director Fernando, alias Zapatones.

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Estaba bastante angustiado. Le dije que estábamos bien, pero tampoco me dejaron mucho más. Había más tensión.

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Cuando me alejada casi a gritos me dijo que había hablado con Elena.

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Escuchábamos las noticias a las horas en punto en varias emisoras. En todas hablaban del secuestro motín. Recalcaban que había tres médicos secuestrados y que los delincuentes eran extremadamente peligrosos.

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Eso parecía que les daba brío y a mí canguelo.

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Hasta esa hora no sabía el porqué del secuestro. Curiosamente lo descubrí por Radio Nacional en el que se leyó un comunicado de los amotinados.

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En él pedían que se suavizaran las condiciones de aislamiento de Redondo Fernández.

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Al parecer, Ávila Navas y Redondo habían coincidido en el Hospital Penitenciario, uno por el hombro y el otro por la huelga de sed.

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El plan había sido urdido por Redondo y Ávila había encontrado colaboradores rápidamente al día siguiente de su alta.

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Después del comunicado se reunieron delante de la celda en la que permanecíamos recluidos.

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Desconocía el destino del resto de los funcionarios secuestrados, que no había visto en todo el día, pero que seguro estaban separados en varias celdas. Las informaciones de la radio daban la cifra de cinco.

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Intenté intervenir en la conversación:

Parece que ya habéis obtenido el objetivo. Se ha dado a conocer el comunicado. Eso es lo importante.

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Montañés me miro con odio, era su mirada habitual:

Pero eso no es suficiente.

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Ya era de noche. Todos temíamos la intervención de los GEOs.

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La experiencia en motines de la mayoría de los internos era abundante.

Entran dando hostias a diestro y siniestro. No se libra nadie.

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Mientras nos miraban.

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Maite y Rocío usaban el retrete de la celda. Yo me salía y se cerraba la puerta.

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Yo utilizaba el de la celda de al lado.

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Me pasé el día bebiendo Coca-Cola. Los internos muy solícitos nada más que veían que me la terminaba, me ofrecían otra.

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Por la tarde hubo de merienda bocadillo de chorizo.

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Mi mayor preocupación durante todo el día era Elena.

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Excepto al principio que temí por la integridad de los funcionarios, más que por la mía, el resto del día había pasado tranquilo, dentro de lo que cabe, claro.

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Pero yo sabía que Elena lo estaría pasando muy mal, sin conocer la situación y encima con las constantes noticias muy alarmistas.

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A eso de las ocho de la tarde se llevaron a mis dos compañeras.

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Más tarde me enteré que las liberon a través del patio por una escalera que habían descolgado desde el tejado.

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Entonces me quedé solo. Cerraron la puerta de mi celda y durante unos minutos estuve preocupado.

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Cuando pude le pregunté a Pascual como iban las negociaciones y me dijo que iba para largo.

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Yo sabía que en estos casos o se resuelve o entran los GEOs, pero que la noche no la pasaría en el Módulo.

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Desde que Maite y Rocío se fueron no pude saber nada por la radio.

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Eran las diez de la noche, cuando nos bajaron para ser liberados. Solo los secuestradores estaban en la cancela interior armados.

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Pasamos delante de nuestros captores en silencio. Ellos ponían cara de malos. Yo de susto.

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Parecía que me quedaba el último del grupo. Intenté avanzar para no ser el más rezagado. En ese momento tuve miedo de algún arrebato final. Pero mis maniobras no resultaron y terminé saliendo el postrero.

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En el pasillo había como treinta funcionarios.

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Recibí abrazos y muestras de afecto.

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Fui directo a la enfermería. Pedí línea y llamé a Elena.

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Subimos al despacho del director. Estaba abarrotado de personas.

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Distinguí a Manuela Carmena, entonces Jueza de Vigilancia, e intuí que había tenido participación en las negociaciones.

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Tenía cierto síndrome de Estocolmo por haber salido ileso, por lo que afirmé que nos habían tratado bien.

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El día había sido muy azaroso para mi familia.

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Desde muy temprano se dio la noticia del secuestro.

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Mi hermana Pili, intentó que mi madre no se enterara, cogió el coche desde Zaragoza y se vino a nuestra casa en Alcalá de Henares.

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Elena visitó la prisión, afortunadamente la atendió Miguel Ángel Otal, médico y criminólogo de la prisión. Una persona excepcional que fue muy amable con ella.

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Un momento feliz y emocionante fue cuando en casa pude abrazar a Elena. Los niños ya dormían

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Al día siguiente El Heraldo de Aragón publicaba en su portada:

Uno de los médicos secuestrado es de Zaragoza”.

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Muchos besos y muchas gracias.

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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares

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