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En los escolapios nos hacían una vez al año un reconocimiento médico.
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Nos ponían en calzoncillos y camiseta de tirantes y el Dr. Abanto, un médico muy serio, padre de un compañero, nos reconocía.
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Cuando tenía 15 años, me hizo bajar el calzón y me dijo, sin inmutarse, que tenía un varicocele.
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Me quedé absolutamente perplejo. No tenía ni idea que era eso.
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El diccionario aclaró, en parte, mis dudas.
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Mi madre, muy dada a minusvalorar mis patologías, no le dio ninguna importancia, alegando que “nunca había oído hablar de eso“.
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Por mi insistencia acudimos al Urólogo, al Dr. García Miralles, al que más tarde conocería muy bien.
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Me dijo que era poca cosa. Que llevara un suspensorio.
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Me mareé al salir de la consulta.
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La impresión de que me hubiera explorado, o una crisis vagal por la compresión testicular o demasiados conocimientos nuevos. No sé. El caso es que se me nubló la vista y caí al suelo.
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Luego, cuando mi madre lo contaba, con gran gozo y alegría por su parte, explicaba que “como siempre ha ido a colegio de curas, todo le impresiona”, mientras se reía.
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En parte, tenía razón. Había sido educado en el más férreo nacionalcatolicismo. Nunca se me había ocurrido explorar mis genitales, sabedor que aquello era pecado muy mortal.
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Hasta que no hice primero de medicina y el Profesor Escolar nos explicó el aparato genital, no llegué a comprender bien mi situación.
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Cuando tenía 15 años, palabras como escroto, epidídimo, glande, prepucio, surco balanoprepucial, venas espermáticas, conducto deferente, incluso testículos, solo podían ser objeto de confesión.
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No sé cuando exactamente empecé a hablar de mi varicocele como que tenía un huevo podrido.
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La mayoría de las personas que me conocían suponían que era una broma, pero otras pensaban en extrañas patologías genitales.
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Mi interés por hacer la mili era nulo, más bien negativo. En esos años no había objeción de conciencia y el servicio militar era o-bli-ga-to-rio.
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Fui pidiendo prórroga de estudios año a año.
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Iba a un cuartel que había en Torrero, rellenaba unos papeles y me daban un año de retraso de hacer la mili.
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Cuando acudía a las dependencias militares me atendía algún suboficial. Nunca he entendido de galones. Por si acaso, siempre me refería a él como mi capitán, más vale pasarse.
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En una ocasión se trataba de un señor mayor muy mal encarado que se quejaba que no había apretado suficiente el bolígrafo para el autocopiativo. Le dije:
– Perdone mi capitán.
Su semblante cambió y me respondió menos abrupto.
– Soy solo sargento. Pero muy bien muchacho.
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Tenía una muy buena amiga de Pamplona, Miriam. Como su apellido era similar al mío coincidimos en las prácticas de anatomía y nos hicimos amigos, muy amigos.
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Ella, a su vez, tenía una compañera de Colegio Mayor que se había echado un novio médico.
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El novio en cuestión casi le doblaba la edad y era urólogo militar.
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Una tarde que salimos a tomar unos calimochos, en aquel tiempo era mi bebida de cabecera, salió el tema de mi huevo podrido.
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Ángel Mesa me dijo que por eso me podía librar de la mili.
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No perdí el tiempo y fui a alegarlo a la oficina de reclutamiento.
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Meses después me llamaron. Éramos un gentío de chicos, yo no notaba nada en ellos, pero no podía ser que todos padecieran de varicocele.
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Sentados en una larga mesa había ocho médicos. Unos soldados nos ponían delante del galeno que nos correspondía.
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A mí me preguntó que alegaba. Le explique que mi varicocele me causaba graves molestias sobre todo al correr.
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El médico militar me miró con cara de no querer explicaciones. Hizo un gesto con la mano para que me bajara los pantalones e inspeccionar mis genitales. Todo ello delante de unas quinientas personas.
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Me iba la mili en ello. Me miró con cierto desprecio y dijo:
– Es poca cosa, que lo vea el urólogo.
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Ese urólogo era mi conocido Ángel Mesa.
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En alguna ocasión el doctor Mesa me llamaba para que le hiciera algún pequeño favor.
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Como había estado durante bastante tiempo interno en Urología del Hospital Provincial con el Dr. García Miralles, Ángel me pedía que fuera a pasar visita a los pacientes que tenía intervenidos en alguna clínica privada de Zaragoza.
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Mi trabajo era sencillo. En la Clínica Montpellier les decía a las monjitas que venía a ver los pacientes del Dr. Mesa. Ellas me acompañaban y veía a los ingresados, por prostatectomía o nefrectomía. Me presentaba diciendo que venía de parte de su cirujano y todos me trataban con respeto.
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La mayoría evolucionaban bien. Solo tenía que mantener el tratamiento. Si alguno no iba bien llamaba a Ángel y él me indicaba.
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Los pacientes quedaban contentos y el doctor podía disfrutar de un fin de semana en Mallorca, pongo por ejemplo.
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Lo del teléfono en aquéllos años era muy complicado. No había móviles a finales de los setenta. Había que dejar el recado en el hotel y esperar a que me llamara tiempo después. Un lío.
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Cuando estaba a punto de acabar la carrera me citaron para el Hospital Militar de Zaragoza para revisión de Urología.
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Éramos una generación muy numerosa y a muchos de los convocados al servicio militar se les declara exceso de cupo, cuestión que se discernía por sorteo.
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Cualquier pequeña patología era suficiente para que te libraras de la mili.
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Acudo a las nueve de la mañana al Hospital Militar, con la esperanza de resolver pronto el asunto.
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El Dr. Mesa no había llegado. Había otro urólogo en plantilla, pero estaba de vacaciones.
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Le espero en la puerta de su despacho. Oigo a las monjas protestar por que tardaba y había varias personas esperando consulta.
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Me presento. Les explico que estoy terminando Medicina y que he colaborado con el Dr., que si quieren puedo ir pasando consulta, si me ayudan con los papeles.
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Lo comentan entre ellas. Deciden llamar al doctor por teléfono. Después de varios intentos Ángel les da permiso para la solución propuesta.
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Una de las monjas comenta:
– Le he oído fatal. El pobre ha debido pasar muy mala noche.
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Voy viendo a los pacientes. las hermanas, muy solícitas, me tramitan las peticiones de pruebas y las recetas. Sin problemas.
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A la una y cuarto termino la consulta y justo entonces aparece el Dr. Mesa con una resaca de padre y muy señor mío.
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Yo ya tenía rellenado el impreso declarándome inútil para el servicio militar.
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Lo firma.
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Nos damos las gracias y me despido de él, de las monjitas y de la mili.
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A partir de entonces en caso de guerra solo serviría para prisionero.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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