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Desde los catorce años comencé a trabajar de camarero.
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Durante mi época de estudiante, hasta que terminé medicina, compaginé este trabajo con otros como vendimiar, recolectar manzanas o cebollas y durante tres años hice apuntes de la carrera.
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Con los ingresos conseguía pagarme la matrícula de la universidad y comprarme los libros, que terminado el curso vendía para invertir en nuevos.
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Además pude mantener una vida económicamente holgada para mis exiguos gastos.
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En verano trabajaba tres meses en la barra de un bar, pero por las mañanas acudía al Hospital Provincial para hacer prácticas de Medicina.
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Mi horario era muy apretado. A las ocho de la mañana llegaba al Hospital, hasta eso de las 12.30, porque a la una comenzaba mi jornada laboral hasta las nueve de la noche.
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No había fiestas, se trabajaba los siete días de la semana y los sábados y domingos la jornada se ampliaba desde las ocho a las nueve, trece horitas de tirón.
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Pero después del trabajo tocaba ocio.
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Me juntaba con los compañeros, que los había críos como yo, pero también señores que yo consideraba mayores.
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Había algunos que habían vivido lo suyo.
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Recuerdo con mucho cariño a Manolito. Era un señor de más de cincuenta años, viudo, redondito, muy simpático y conmigo siempre muy cordial, aunque a veces, me asombraba con ataques de mala leche.
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Era muy conocido en Zaragoza, había trabajado en muchos tugurios.
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De su difunta esposa todos comentaba que era una santa, él también.
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Luego de terminar el verano se puso a trabajar en El Plata. Eso me permitía visitar este café cantante.
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Nada más verme me ponía un café con leche y me decía que cogiera sitio en una mesa para ver a fulanita o a menganita que enseñaban las tetas me decía.
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A mí nunca me ha gustado el café. Pero esa taza era una especie de entrada para ver el espectáculo, en mi caso sin pagar.
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El Plata era, y es, un sitio mítico en Zaragoza. se decía que el único café cantante que había sobrevivido durante el franquismo, aunque en la posguerra estuvo clausurado.
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Por la tarde a las cuatro y por las noches a las diez había espectáculo.
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A mí me encantaba el ambiente, claramente decadente.
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Las cantantes y bailarinas eran generalmente señoras de cierta edad que no me atraían para nada.
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Era un espectáculo picante. Se contoneaban con poca ropa y ocasionalmente se quitaban la parte de arriba de su vestido y se les podía ver los senos.
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Ya avanzados los setenta alguna hacía fugaces integrales.
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Pero a mí lo que más me gustaba es ver las mesas del café, generalmente repletas de señores mayores, que fumaban continuamente y bebían anís o coñac mirando al escenario con ojos de lascivia.
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Otros espectadores característicos eran los visitantes de pueblos, generalmente con boina, que no se quitaban y que miraban extasiados al escenario.
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Eran tiempos de intensa represión sexual y una señora en paños menores era una cuestión asombrosa.
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Los grupos de estudiantes aparecieron mucho más tarde.
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Era raro encontrar parejas entre el público e insólito mujeres solas.
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Yo llevé en alguna ocasión a amigos de la universidad, pero nunca les pareció atrayente y, a veces, se reían de las artistas, cuestión que me molestaba mucho.
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Manolito era amigo de hacer bromas sobre los gays, muy de la época, pero tenía muchos amigos y conocidos que lo eran y me los presentaba ocasionalmente.
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Generalmente muy simpáticos, que exageraban la pluma, supongo que para intimidarme, cuestión que conseguían.
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Al lado de El Plata estaba la Ortopedia la Francesa que era famosa porque vendía preservativos.
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Mil veces me paré delante del escaparate a ver tras un cristal deslustrado el surtido de condones que se ofrecían.
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Nunca entré en la tienda y ahora casi cincuenta años después me arrepiento.
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Una noche terminado el espectáculo me acerqué a despedirme de Manolito. Estaba ocupado y tardó una rato en prestarme atención.
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Dos de las cupletistas ya cambiadas se acercaron a la barra y el encargado, un tipo muy alto y mal encarado, que a mí me daba miedo, les entregó un sobre.
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Manolito que era astuto como un zorro se percató de mi observación. Se acercó y en voz muy baja, como a escondidas, me dijo es el suelto por la actuación, son 750 pesetas.
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A mí eso me pareció una miseria. Comprendí que estas señoras actuaban, en parte, por amor al arte y no por dinero.
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Con Manolito visité en varias ocasiones una barra americana. La dueña, Rosita, era una señora de más de cuarenta que siempre sonreía.
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Íbamos y Manolito hablaba un rato con ella. Le contaba chistes y la hacía reír. Ella le invitaba a una tónica, nunca le vi beber alcohol, y a mí una Coca-Cola.
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Rosita me aconsejaba:
– No te juntes con Manolo que no te va a enseñar nada bueno.
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Si había mucha gente en el local, Manolito solo saludaba con un buenas noches Rosita guapa, y se iba, no quería molestar.
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Otro clásico de mis noches zaragozanas de la segunda mitad de los setenta era El Oasis, un teatro de variedades situado detrás del Colegio de los Escolapios al principio de la calle Boggiero.
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Se daba la paradoja que estudiaba COU por la mañanas y algunas noches a pocos metros visitaba El Oasis.
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Por un precio muy módico asistías a un espectáculo que incluía cantantes, bailarinas, números musicales y, a veces, magos o malabaristas.
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En los veranos trabajaba en el Parque Sindical, un complejo deportivo con muchas piscinas y varios bares.
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Como es lógico tuve relación con muchos clientes, entre ellos un grupo de chicas que actuaban en el Oasis.
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Venían a tomar el sol y a bañarse y se pasaban por el bar en que estaba y se tomaban, generalmente refrescos, y alguna vez algún vino.
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Les daba conversación y eran muy simpáticas. Tres de ellas tocaban en la orquesta y una era bailarina de estriptis, una chica muy alta y un poco rellenita que en el escenario impresionaba.
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Había un cantante que imitaba a Camilo Sexto, con una voz estupenda. En sus actuaciones mucho público se reía de él porque tenía unos gestos muy afeminados, pero a mí me parecía un magnífico interprete.
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Siempre le aplaudía con interés.
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Una noche a la salida del segundo pase me lo encontré y le felicité por sus actuaciones y su voz. Noté que se emocionó, porque yo era sincero.
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Me daba pena que no tuviera la consideración que se merecía.
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Tengo muchos recuerdos de mis compañeros y amigos de la noche, pero eso lo dejo para otro post.
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Algunas noches nos dejábamos caer por lugares cutres y escondidos donde se jugaba al póker.
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Aprendí de muy pequeño a jugar. Comprendí que si te fijas lo que piden los demás y si sabes medir tus cartas era fácil ganar, sobre todo si el resto de los jugadores estaban pasados de alcohol.
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Con 17 años comencé a meterme en estas partidas compartiendo mesa con señores muy mayores. Les hacía gracia que quisiera jugar.
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Muchas veces decían deja que el niño participe.
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Jugaba un par de horas y me iba, generalmente con mil o dos pesetas ganadas.
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Siempre apostaba poco y a lo seguro.
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Muchos faroles los dejaba pasar porque la cantidad apostada excedía mis poderes.
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Recuerdo una noche en El mesón del Ciclista que estaba en una carretera alejado del centro de Zaragoza.
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Cuando terminé de jugar con unas interesantes ganancias, solo mi amigo Vicente me esperaba.
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No teníamos coche. Había una gasolinera a unos quinientos metros y decidimos ir andando para hacer dedo.
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La noche estaba oscura, aunque era verano hacía frío y durante el trayecto Vicente empezó a verbalizar sus miedos. Nunca paraba de hablar.
– Mira que si nos atracan y nos pegan una paliza. O lo que es peor si nos violan…
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En esto que se para un vehículo detrás nuestro.
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Tuve ganas de correr, pero era un coche de la Guardia Civil.
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Bajaron las ventanillas. Sin tiempo a que dijeran nada les dije:
– No saben la alegría que me da verles.
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Se echaron a reír.
– Eso no nos lo dicen nunca.
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Fueron muy amables y nos acercaron a la gasolinera. Sentados en el asiento de atrás, no podía evitar tener la sensación de ir detenido.
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Nos dijeron que no pidiéramos a nadie que nos llevaran hasta que se fueran. Hacer auto stop estaba prohibido.
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A partir de esa noche ya no jugué más al póker en garitos. Cogí miedo.
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Además si les seguía ganado terminaría por dejar de hacerles gracia.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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