Ozon nos ofrece una historia de dolor y de superación del duelo.
Con un mensaje claramente pacifista.
El enemigo en una guerra es un ente abstracto, peligroso y malvado.
Cuando se conoce en persona al adversario podemos descubrir que ha podido ser el amigo de nuestro hijo, que es un individuo sensible y tierno, que ha sufrido y ha quedado marcado por la violencia de la guerra.
A veces, la mentira puede producir consuelo.
La verdad, en cambio, puede ser demoledora y no conducir a nada positivo.
Ozon maneja la fotografía para que cuando el hijo fallecido revive o es recordado la imagen se torne de colores.
Cuando Adrien Rivoire comienza a tocar el violín y los padres y la novia recuerdan a su hijo y novio fallecido, la imagen se vuelve a color.
Ese momento es tan emotivo, tan bello, tan intenso, que mis miopes ojos se inundaron de lágrimas y mi rostro endurecido por la vida fue un torrente. Es lo que tiene ser tan sensible.
Cuando Anna viaja a Francia, en busca de una ilusión, encuentra un país empobrecido y herido por la guerra.
El retrato tanto de la Alemania rural y del París de postguerra que nos presenta Ozon es de tristeza, de penurias, certero e incisivo.
Es sorprendente como se olvida esta desolación y se vuelve a caer en el mismo error una y otra vez.
Mi admiración hacia François Ozon que ha construido una obra sensible y emotiva, realista y cruda, bella y descarnada.