El chileno Pablo Larraín compone un retrato de Jacqueline Kennedy, los días posteriores al asesinato de su esposo.
La historia está centrada en ella y en su manera de actuar en esos días de duelo.
Es retratada como una mujer que no solo quería dejar huella en la historia sino crear la historia.
Su pretensión era parecerse a las monarquías europeas que se perpetúan a través de las épocas.
Los tres años que ocupó la Casa Blanca la intentó convertir en un reflejo de la grandeza de un país para que fuera algo más que la residencia presidencial.
El meollo de sus actividades era la apariencia, desde el punto de vista que lo externo termina llenando de contenido una institución.
Los Kennedy tenían carisma, algo que es difícil de explicar, pero sencillo de detectar.
En esos días después que su marido muriera en su regazo camino al hospital, ella tomó la decisión que su funeral fuera todo lo ostentoso y espectacular posible.
Quería pasar a la historia.
Que la televisión permitiera que el mundo viera el dolor de una viuda y de una nación que perdía a uno de los presidentes que pasaría a la posteridad.
Y lo consiguió.
Si a cualquiera le preguntamos que diga algún presidente americano seguro que menciona John Fitzgerald Kennedy.
Cuando murió yo tenía cinco años y lo recuerdo.
No he podido olvidar a esos niños con sus abriguitos azules.
En el recreo fue tema de conversación. Con solo cinco años hablamos de ello.
Su muerte conmocionó al mundo.
Jacqueline contribuyó a ello.
Larraín no compone un retrato amable del personaje.
La presenta insegura, confundida pero firme en su decisión de hacer historia.
Una viuda de 34 años a la que Larraín presenta vagando por la Casa Blanca mientras los operarios van embalando sus enseres para que Lyndon B. Johnson la ocupe.
El relato en primera persona está bien construido. A veces parece un sueño o una pesadilla. Fiel a esos momentos de duelo por los que pasó y de los que sacó la entereza suficiente para salirse con la suya, en contra de la intención del nuevo presidente.
Una pena haberla visto doblada.
Con la voz de Natalie Portman seguro que la peli mejora aún más.
En la faceta actoral oscila entre muy malo y pésimo.
Fijaros lo que voy a decir, a veces al nivel de Nicholas Cage. Igual me he pasado. Tan malo como Cage es imposible.
En Vivir de noche es el guionista, el director y el actor principal, casi único, porque sale en el 100% de los planos de la peli.
Con estas tres facetas corres en riesgo de cagarla por partida triple. Y eso es efectivamente lo que ha conseguido.
El guión mezcla mafia irlandesa, italiana y el Ku Klux Klan.
Repleto de escenas retóricas, sin sentido, ni utilidad narrativa.
Con traiciones de opereta de mercadillo y trucos de guión de trilero de callejón.
El personaje de Affleck se empeña en ser un gangster honesto y honrado. ¡De traca!
Además la peli está mal dirigida, con situaciones confusas, aunque hay planos brillantes que recuerdan al mejor Ben director.
Pero lo peor es la interpretación.
Se ha retocado la cara y se la ha rellenado de bótox como si no hubiera un mañana.
Su expresividad era escasa. Ahora es nula.
Hubiera dado igual poner un muñeco de cera. El resultado sería el mismo.
Tal vez con otro actor (de verdad) la peli se hubiera salvado, pero Affleck la hunde hasta el abismo abisal.
Sienna Miller, Zoe Saldana y Elle Fanning son y están maravillosas pero no son suficientes para contener el desastre. Por cierto, las tres muy delgadicas, pobrecillas.
Los hermanos Coen vuelven a sorprendernos ofreciendo un producto muy original pero que tiene todas las claves de su filmografía.
El sueño americano vuelto del revés.
Llewyn Davis es un perdedor y posiblemente esté a gusto en ese rol. Si hubiera triunfado sus canciones carecerían de sentido.
Su vida no puede ser peor. Durmiendo en los sofás de sus amigos. Marcado, aunque lo niegue, por la muerte de su compañero. Desagradable con los que le ayudan. Incapaz de conocer a su hijo…
La peli es triste, aunque, como en la vida, hay momentos de comedia.
He leído que hay surrealismo en la peli, estoy totalmente en desacuerdo, todo es de verdad, descarnado.
Llewyn Davis no es un buen tío, como le dice a su sobrino, ni tampoco quiere serlo. Siente el sufrimiento como algo inspirador. Posiblemente el éxito le hubiera matado.
Oscar Isaac da vida a este cantante folk con una intensidad abrumadora.
Sobra decir que hay buena música, buena fotografía, que está muy bien rodada, que el gato Ulises (qué casualidad) lo hace muy bien. Todo ello ya se supone.
No sé a quién recomendársela. Desde luego, abstenerse depresivos y fracasados.
Bien mirado si yo la he soportado cualquiera podría disfrutar de esta magnífica peli .