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En los años sesenta llegó a casa la televisión.
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Como decía Clarita “un capricho de Fernando“.
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Aquello fue un gran acontecimiento familiar. Pero no solo para mis hermanas y mis padres, sino para toda la familia de Zaragoza.
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A mí me parecía una maravilla. Me veía todo lo que podía y me dejaban.
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Por las tardes se interrumpía la programación, durante unas horas solo había carta de ajuste.
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Por la noche aparecían los rombos. Eso se llevaba a rajatabla.
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Mi madre, además, era muy exigente con el horario. En invierno nos acostaba a las ocho y media.
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Había un acontecimiento semanal. Era Bonanza.
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Se emitía los domingos a la hora del café.
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A mi casa acudían mis tíos y primos y esos 48 minutos eran sagrados.
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Se guardaba un silencio sepulcral. Se veía con absoluta atención.
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Yo disfrutaba preparando el momento. Colocaba las sillas, como si fuera un cine, incluso, a veces, preparaba entradas, con recortes de El Heraldo de Aragón.
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Todo esto hacía mucha gracia a mis tíos, a los que pretendía cobrar entrada. Siempre, desde niño, he sido muy interesado.
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Pero solía decepcionarme con mis preparativos. Cuando iban llegando movían las sillas, intentando colocarse lo más cerca de esa tele pequeña y en blanco y negro.
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Cuando comenzaba el episodio y salía ese mapa de Nevada quemándose, todos tarareábamos la canción. Solo éramos capaces de decir en inglés “Bonanza“. Cuando llegaba el momento de pronunciarlo aumentábamos la voz, como presumiendo de saberlo.
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Los lunes en el recreo, los que teníamos la suerte de tener tele, comentábamos el episodio y mirábamos con superioridad a los que no disfrutaban de ese gran invento, que nos miraban y escuchaban con envidia.
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En alguna ocasión vino algún compañero a visonar la serie. Su agradecimiento era inmenso. Eso me convertía en su mejor amigo.
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Ahora no soportaría un análisis riguroso, pero en su momento era un auténtico fenómeno.
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Cada uno tenía su personaje favorito.
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Adam vestía de negro. Era el más serio.
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Pequeño Joe era más colorido y risueño. Le daba vida Michael Landon, que luego nos iba acompañar durante muchos años, representando ese buenismo idiotizante.
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Mi personaje preferido era Hoss. Gracioso y regordete. El más simpático. Con camisa blanca y chaleco negro.
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Me resultaba curioso que Ben Cartwright tenía tres hijos de tres esposas diferentes, de las que había quedado viudo. Ahora me parecería un poco sospechoso.
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Un personaje habitual era un criado chino, Hop Sing, algo chocante.
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Ausencia absoluta de mujeres. Era una serie de hombres.
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En esas reuniones, en las que también acudían vecinos, cuando terminaba la serie se realizaban comentarios, siempre elogiosos y se mantenían discusiones sobre quien era el mejor personaje.
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Años después vi algún episodio y me resultó muy penoso.
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Es mejor dejar en paz el recuerdo barnizado de nostalgia.
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Muchos besos y muchas gracias.
Chistes y críticas en holasoyramon.com
Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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Completamente de acuerdo… hay que dejar en paz la nostalgia
Gracias hermano