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Detenidos en Alcalá los tres presuntos homicidas del inspector jefe Gallego.
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Madrid – 02 DIC 1989
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Tres jóvenes de Alcalá de Henares han sido detenidos como presuntos autores de la muerte del inspector jefe Enrique Gallego Fernández, de 35 años, al que propinaron una brutal paliza el pasado 15 de noviembre en un pub de la calle del Príncipe de Vergara, en Madrid.
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Pascual Perdiguero Fernández, de 24 años; Juan Julián Sánchez de la Morena, apodado el Dientes, de la misma edad, y Jesús Julián Casa Expósito, de 19, estaban siendo interrogados ayer en el Grupo Quinto de la Brigada Judicial, donde fueron reconocidos por varios testigos.
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A los acusados, que tienen en su haber abundantes antecedentes policiales, se les ha intervenido una escopeta recortada y una cazadora.
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El policía murió el miércoles, tras permanecer hospitalizado dos semanas.
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Pascual ingresó en Madrid 2 una fría noche de Diciembre.
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Tuve la desgracia de conocerle nada más entrar en prisión.
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En el reconocimiento al ingreso se quejaba de dolor en la mano derecha. Tenía una deformidad en la cabeza del quinto metacarpiano, por una fractura.
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Realicé los trámites para que al día siguiente fuera trasladado al hospital para que se le hicieran radiografías y se le pusiera tratamiento.
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Algún funcionario se acercó a mí y me dijo que había asesinado a un inspector de policía a puñetazos. Entonces comprendí cómo se había producido la fractura.
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Pascual era un tipo fuerte, musculoso, menos alto que yo. Muy serio, no sonreía nunca, incapaz de empatizar.
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Durante una larga temporada lo veía a diario, al estar en aislamiento. No solía quejarse de nada y tampoco daba pie a entablar conversación.
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Cuando tenía que acudir a cuestiones judiciales era trasladado temporalmente a Carabanchel.
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18 años de condena por matar a otro recluso.
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20 JUL 1993
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La Audiencia Provincial de Madrid condenó ayer a 18 años de prisión al preso Pascual Perdiguero Fernández -que cumple 28 años por matar a patadas a un policía-, quien en julio de 1991 asesinó en la cárcel de Carabanchel de 13 puñaladas a otro recluso con el que mantenía viejas rencillas.
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El juez condena también al encausado a pagar a los herederos de la víctima una indemnización de 10 millones de pesetas como autor de un delito de homicidio con la agravante de reincidencia.
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La sentencia declara igualmente la responsabilidad civil subsidiaria del Estado, al considerar que los funcionarios de la prisión “relajaron los sistemas de vigilancia” y permitieron que el procesado pasara en dos ocasiones a una galería que no era la suya -lo que está prohibido- y cometiera el homicidio.
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Era una tarde muy calurosa de verano.
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Ese domingo estaba de guardia. Me llaman que acudiera urgentemente a ingresos y libertades.
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Nadie se atrevía a entrar al furgón de la Guardia Civil que había realizado el traslado.
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– Está cubierto de sangre.
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Me asomo al interior de la furgoneta. Un individuo está literalmente rojo de hemoglobina desde la cabeza hasta los pies.
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Me mira con cierta chulería.
– Tranquilo Don Ramón esta sangre no es mía. Es de un hijo de puta que se ha llevado lo suyo.
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– ¿Tú no tienes lesiones?
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– ¿No me conoce? Soy Pascual Perdiguero.
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Tranquilicé a los funcionarios.
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La imagen de verlo salir del furgón en la luminosa tarde de julio se grabó en mi cerebro.
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Esposado, cubierto de fluidos, caminó con paso firme, parecía orgulloso.
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Le dijimos que se duchará y le dimos ropa limpia.
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Al salir de la ducha, claramente indignado me pregunta a gritos:
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– ¿Cómo puede ser, Don Ramón, que después de treinta puñaladas se lo hayan llevado vivo al hospital? ¿Cómo puede ser?
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Estaba de guardia esa noche. No había parado un momento.
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El mayor problema en las guardias en la prisión de Alcalá Meco era que los puntos de asistencia eran múltiples y las distancias enormes.
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Posiblemente hay un kilómetro de distancia de una enfermería a otra. Además había que reconocer en Ingresos y libertades a los que venían de los juzgados. también había que acudir a los aislamientos a ver a quien lo demandaba.
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Si las urgencias se concentraban en una Enfermería podías ver muchas, pero si se dispersaban, se perdía mucho tiempo andando por los verdes pasillos de la prisión.
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Me avisan que Pascual Perdiguero quiere verme en el Módulo 7.
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Después de un motín, en el que destrozaron el Módulo en 1991, fue reformado y las celdas se mecanizaron, para impedir, en lo posible, secuestros de funcionarios.
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Se presumía que el Módulo 7 era de los más seguros de España.
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En pocos minutos había recibido seis avisos de funcionarios. Para ver a internos en las dos Enfermerías, en el Aislamiento de Cumplimiento y el de Perdiguero.
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Intenté caminar rápido para ir resolviendo las cuestiones, generalmente poco complejas.
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Sin abrir la celda, solo a través de una pequeña apertura en la puerta a la altura de la vist,a le pregunté a Pascual que le ocurría.
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– Quería saber si mañana tengo consulta en el Hospital.
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– Pascual, no tengo ni idea. Estoy con mucho lío y ¿me haces venir para esto? Además eso, ya sabes que no se puede decir.
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Y cerré el postigo sin más explicaciones.
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Seguí con mi caminata a través del talego.
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Cuando estaba atravesando un rastrillo el funcionario me indica que el Jefe de Servicios quiere hablar conmigo.
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– Perdiguero se ha chinao y dice que es por culpa tuya.
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Me dirijo de nuevo al Módulo 7. Todos los internos golpean las puertas y gritan insultos.
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Me asomo al patio a través de la zona de seguridad. De la ventana de la celda de Pascual asoma su brazo que chorrea sangre salpicando en el patio.
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Víctor Calvo es un joven Jefe de Servicios, muy competente y profesional, siempre en primera línea. Inalterable en las adversidades.
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– Dice Perdiguero que no se deja curar que se va desangrar, porque lo has tratado como un perro.
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Se me nubla la vista, pero no me desmayo. ¡En menudo lío he metido a todos! pienso.
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Le digo a Víctor:
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– Habrá que llevarlo a la Enfermería para suturarle la herida.
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Mientras tanto los presos del Módulo 6 se habían unido a la protesta, sin saber muy bien de qué iba el asunto.
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El Jefe me dice que vaya a la Enfermería y espere.
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Me piden batas de plástico y guantes para sacarlo a la fuerza y llevarlo a la enfermería.
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Envío a los ordenanzas con una camilla para que lo trasporten.
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Un rato largo después, aparece Pascual esposado a la camilla y media docena de funcionarios con sus trajes de plástico salpicados de sangre.
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El SIDA era usado como arma por los presos.
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El muy amigable Pascual va profiriendo a gritos insultos contra mí.
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A pesar de estar esposado intenta lanzar el puño contra mi cara.
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Dos cortes no muy profundos en la cara palmar del antebrazo izquierdo que ya no sangran.
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Los funcionarios le sujetan el brazo y yo lo suturo sin problemas.
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A pesar de haber perdido sangre mantiene una intensa vitalidad, aunque comienza a mostrar cierta fatiga.
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Intento razonar con él. Si no lo calmo en pocos minutos montará otro lío y se volverá a autolesionar.
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– Pascual, con permiso del Jefe de Servicios vamos a mirar en Régimen si mañana sales al Hospital y te lo decimos. Nos conocemos desde hace muchos años y nunca hemos tenido ningún problema. No comprendo que montes este poyo. A los dos nos interesa llevarnos bien, vamos a convivir muchos años.
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Los funcionarios apoyan comprensivamente mi alegato.
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– Si el doctor solo quiere ayudarte. No te enfades.
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Todos derrochamos una paciencia infinita para intentar calmar a la bestia.
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– Te vamos a quitar las esposas. Estate tranquilo.
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Le dice Víctor Calvo, con autoridad y dominando la situación.
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Nada más abrir los grilletes con el brazo derecho me lanza un puñetazo que milagrosamente esquivo. Los funcionarios se lanzan sobre él.
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– Vale, vale. Ya estoy tranquilo.
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Dice Perdiguero sabedor que su golpe ha fallado.
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Era frecuente que cuando el Subdirector Médico se ausentaba por vacaciones me dejaba a mí en ese puesto.
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Una de las funciones que se había atribuido Miguel Mateo era la de recibir a los familiares que solicitaban información médica.
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Como era lógico esos días también lo hacía yo.
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Se solicitaba previamente autorización por escrito al interno para dar información.
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Esa mañana me entrevistaba con la madre de Pascual Perdiguero.
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Era una anciana con pelo canoso, pasada de kilos, de aspecto bondadoso que acudía casi temblorosa al despacho del Subdirector.
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Le expliqué que conocía a su hijo desde el primer momento que ingresó en prisión. Le conté sus patologías y que era un muchacho fuerte.
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Su madre me relató con mucha tristeza que siempre fue un niño conflictivo y que empeoró cuando se metió a la droga y con “malas compañías”.
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Ella nos estaba muy agradecida porque era la única prisión donde había recibido tratamiento psicológico y los médicos le habían tratado bien.
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Me dijo:
– Quería agradecer a Don Ramón todo lo que ha hecho por mi hijo.
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Mi sorpresa fue mayúscula. Le dije que yo era ese Don Ramón.
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Se levantó del asiento y me abrazó.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Chistes y críticas en holasoyramon.com
Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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