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Era el 12 de julio de 1979.
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Mi jornada estaba planificada como todos los días de verano.
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Por la mañana hacer prácticas en el Hospital Provincial a partir de la una trabajar de camarero hasta las nueve y después salir de marcha o al cine.
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Había terminado cuarto de medicina hacía pocos días y no aún me faltaba un mes para cumplir 21 años.
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Salí con mi 600 rojo, pintado a mano por mí, dirección calle Ramón y Cajal 60, por cierto la calle donde nací. Detrás del entonces Instituto Pignatelli, la policía local estaba cortando la calle. Eran alrededor de las 8 y media. Ese día iba con algo de retraso.
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– Voy al Hospital Provincial.
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– Si trabaja ahí, vaya corriendo.
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Me quedé perturbado. En el primer sitio que vi libre aparqué.
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Casi corriendo me dirigí al Hospital. Salía una horrorosa columna de humo del Hotel Corona de Aragón. El provincial estaba situado justo detrás del lujoso hotel.
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De hecho una escalera de incendios daba a la calle Ramón y Cajal.
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Me puse la bata. Subí a la planta de Urología, que era como mi segunda casa y Manolo me dijo:
– Aquí está todo solucionado. Vamos a la urgencia a ver en que podemos ayudar.
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Manolo era un enfermero de la vieja escuela, extremadamente competente. Tal vez por su instinto de viejo zorro, había llegado pronto y en un momento había realizado todo el trabajo de enfermería.
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Ruidos de sirenas de bomberos y ambulancias llenaban el silencio que había en los alrededores del hotel.
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En esa escalera lateral nos colocamos con camillas haciendo fila.
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Algunas personas bajaban casi desnudas por su propio pie. Les indicábamos que cruzaran la calle y acudieran a urgencias del Provincial.
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La mayoría estaban bien y solo querían abandonar la zona.
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Me asomé a la avenida César Augusto. Las llamas salían de la azotea del hotel acompañadas de unas cortinas de humo impresionantes.
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Escaleras de bomberos y muchas ambulancias. En ese momento llegaban los bomberos de la Base americana. Sus equipamientoS contrastaban con el de los bomberos locales.
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Me llamaron mucho la atención los cascos.
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Los americanos parecían astronautas con trajes ignífugos y los zaragozanos soldados de la primera guerra mundial con unos cascos increíbles y unos uniformes imposibles.
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Por esa escalera de incendios lateral empezaron a bajar bomberos con heridos. Nuestra misión era muy sencilla, los tumbábamos en la camilla y, con cuidado que no se cayeran, cruzábamos la calle hasta la urgencia del Hospital Provincial, tan solo unos 50 metros.
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Ahí les esperaba un gentío de médicos y enfermeras. El hospital entero estaba en la urgencia. No había suficientes heridos para tanto sanitario deseoso de prestar asistencia.
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Algunos de los heridos nos pedían agua. En esos años no había botellitas de plástico como las de ahora. Pusimos una camilla con jarras de agua y vasos de cristal para que bebieran. Fueron los bomberos los que más usaron este servicio.
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A un compañero de Medicina Interna, Javier, lo nombré aguador.
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Todos intentábamos ser útiles en algo.
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Uno de los heridos estaba totalmente cubierto de hollín. Solo destacaban sus blancas escleróticas. Le ayudé a tumbarse en la camilla. En esa maniobra me puso perdido. Pero a partir de entonces sentí que todos me miraban como si hubiera estado en primera línea.
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Ya avanzaba la mañana y los bomberos ya no descolgaban heridos sino cadáveres.
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Uno de ellos era un individuo muy corpulento, de casi dos metros de altura. Todos pensamos que era un americano de la base. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por una ceniza gris. Tuvimos que colaborar cuatro personas para ponerlo en la camilla. La asfixia había sido la causa más que probable de su muerte.
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– Estaba en la cama.
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Nos dijo uno de los bomberos vestido del luto del hollín.
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Se les llevaba a la urgencia. Se comprobaba el fallecimiento. Y les trasportábamos al depósito que estaba situado en la parte trasera del Hospital.
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Por desgracia tuve la mala suerte de contemplar estos hechos y esas imágenes han quedado grabadas en mi cerebro, pero lo que más me trastornó fue el olor a carne quemada. Una sensación que tardé semanas en superar.
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Hacia las doce del mediodía dejaron los bomberos de bajar nada por esa escalera.
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En la parte anterior del hotel, decenas de ambulancias con sanitarios preparados para intubar esperaban nerviosos.
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Ya no había llamas, solo un humo gris que había perdido fuerza.
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A esa hora cuando todo estaba resuelto apareció mi amigo Pelayo. Contrastaba su pulcra bata con mi aspecto sudoroso y mi vestuario manchado de ceniza y hollín.
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En aquellos años no había móviles (menuda perogrullada), pero si los hubiera habido Pelayo se hubiera hecho un montón de selfis.
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Pasadas las dos de la tarde, la policía despejaba un gran perímetro alrededor del hotel, porque se comentaba que había una amenaza de bomba.
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Miles de zaragozanos se habían desplazado para contemplar un hotel quemado. Posiblemente el hotel más lujoso de Zaragoza había sido devastado por las llamas.
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Me marché hacia mi trabajo de camarero abatido por los acontecimientos y entristecido por haber contribuido muy poco a ayudar en esa catástrofe.
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Días después se supo que murieron 78 personas y hubo 113 heridos.
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ETA negó la autoría del posible atentado. Nunca quedó claro el origen del incendió. Se dio por buena la versión de la causa accidental.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Chistes y críticas en holasoyramon.com
Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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