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Una secuela relativamente frecuente de la amigdalitis estreptocócica era la Fiebre reumática que se decía que “lamía las articulaciones y mordía el corazón“.
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Afortunadamente esta patología ha ido desapareciendo gracias al uso de antibióticos para el tratamiento de las amigdalitis.
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Pero en los años sesenta, cuando era un niño, los cuadros post-estreptocócicos causaban inflamación articular y endocarditis que producían lesiones valvulares cardiacas que con los años requerían prótesis valvulares.
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En esos años se pensaba que la manera de evitar la Fiebre reumática era la amigdalectomía, o extirpación de las amígdalas.
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Por eso a casi todos los niños de mi generación nos operaron sin contemplaciones. Ahora ya se sabe que la verdadera prevención de esta complicación post-infecciosa es el uso adecuado de antibióticos.
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Mi padre tenía un amigo pediatra, el Dr. Valero, que venía a casa cuando estábamos enfermos. Gracias a su intercesión me operaron de anginas en la Facultad de Medicina de Zaragoza, entonces situada en la plaza de Basilio Paraíso.
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Me sentaron encima de un celador muy robusto. Me pasó los brazos por encima y nos cubrieron con una sábana. Estaba perfectamente inmovilizado.
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Un doctor muy simpático me preguntó como me llamaba y que me iban a regalar por la intervención. Yo le dije que quería una guitarra.
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Te colocaban un abrebocas y te introducían una especie de sacabocados. Comencé a sangran en una palangana. Perdí el conocimiento.
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No sé cuanto tiempo después me desperté en una inmensa sala con muchas camas separadas por unos pocos metros. A mi lado mi tía Pilar, la hermana mayor de mi padre.
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Nada más ver que me despejaba me miró con cierto desprecio y comentó:
– ¡Tan flojo como Fernando, tu padre!
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Al día siguiente ya en casa me dieron un yogurt. Nunca había comido uno. Me gustó.
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Los yogures eran una artículo de auténtico lujo, que solo se empleaban para enfermos graves. Como todo el mundo sabía, tenía importantes virtudes curativas.
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Unas pocas semanas después volvimos a la antigua facultad de Medicina para extirpar la segunda amígdala.
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Se repitió el mismo proceso y las mismas preguntas. De nuevo una gran hemorragia con pérdida de conocimiento.
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Al despertar, esta vez mi padre, que leía un Heraldo de Aragón. Con voz amable:
– ¡Vaya. Has vuelto a sangrar como un tocino! Menos mal que solo hay dos anginas.
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Por cierto nunca me regalaron la guitarra.
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Muchos besos y muchas gracias.
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Crítico de Cine de El Heraldo del Henares
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Madre mía… me acuerdo borrosamente de esa sangría.
Y por cierto, me acuerdo perfectamente de RAFAEL VALERO, médico para todo. El de nuestra tía Concha y nuestro pediatra de cabecera (si es que entonces había pediatras).
Qué igual no se llamaba Rafael, pero le recuerdo con mostacho y gafas en la sala de estar de la C/ ?Predicadores (la habitación donde daba el Sol), departiendo amigablemente con la familia mientras se tomaba un no sé qué.
Qué burradas se hacían antaño… y de flojo nada. Lo mejor que pudiste hacer es perder el conocimiento.
Gracias hermano por agitar mis recuerdos.
Madre mia que carnicería!!
Yo recuerdo a Don Jesús que tenía la consulta en el Paseo Teruel era robusto y muy amable.
Yo tenía repetidas anginas que mamá insistía en que lo mejor sería quitármelas, menos mal, que Don Jesús era buen profesional y siempre dijo que no.